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El hombre invisible






Al añ o de trabajar para Alma Belasco, Irina tuvo la primera sospecha de que la mujer tení a un amante, pero no se atrevió a darle importancia hasta que se vio forzada a decí rselo a Seth, tiempo despué s. Al comienzo, antes de que Seth la iniciara en el vicio del suspenso y la intriga, no habí a tenido intenció n de espiar a Alma. Fue accediendo a su intimidad de a poco, sin que ninguna de las dos se diera cuenta. La idea del amante fue tomando forma al organizar las cajas que iban trayendo de la casa de Sea Cliff y al examinar la fotografí a de un hombre en un marco de plata en la habitació n de Alma, que ella misma limpiaba regularmente con un pañ o de pulir. Aparte de otra má s pequeñ a de su familia, que tení a en la sala, no habí a otras en el apartamento, lo cual llamaba la atenció n a Irina, porque el resto de los residentes de Lark House se rodeaba de fotos como una forma de compañ í a. Alma só lo le dijo que se trataba de un amigo de la infancia. Las pocas veces que Irina se atrevió a preguntar má s, ella cambiaba el tema, pero logró sonsacarle que se llamaba Ichimei Fukuda, un nombre japoné s, y era el artista del extrañ o cuadro de la sala, un paisaje desolado de nieve y cielo gris, edificios oscuros de un piso, postes y cables de electricidad y, como ú nico vestigio de vida, un pá jaro negro en vuelo. Irina no entendí a por qué Alma habí a escogido, entre las numerosas obras de arte de los Belasco, ese cuadro deprimente para decorar su vivienda. En el retrato, Ichimei Fukuda era un hombre de edad indefinida, con la cabeza ladeada en actitud de preguntar, los ojos entornados, porque estaba de cara al sol, pero la mirada era franca y directa; tení a una insinuació n de sonrisa en la boca de labios gruesos, sensuales, y el pelo rí gido y abundante. Irina se sentí a inexorablemente atraí da por ese rostro que parecí a estar llamá ndola o tratando de decirle algo importante. De tanto estudiarlo cuando estaba sola en el apartamento, comenzó a imaginar a Ichimei Fukuda de cuerpo entero, a atribuirle cualidades e inventarle una vida: era fuerte de espaldas, solitario de cará cter, controlado en sus emociones y sufrido. La negativa de Alma a hablar de é l avivaba su deseo de conocerlo. En las cajas encontró otra foto del mismo hombre con Alma en una playa, ambos con los pantalones arremangados, las zapatillas en la mano, los pies en el agua, rié ndose, empujá ndose. La actitud de la pareja jugando en la arena indicaba amor, intimidad sexual. Supuso que se hallaban solos y le pidieron a alguien, un desconocido que pasaba, que tomara esa instantá nea. Si Ichimei era má s o menos de la edad de Alma, ya estarí a en los ochenta, dedujo Irina, pero no le cupo duda de que lo reconocerí a si lo viera. Só lo Ichimei podí a ser la causa de la errá tica conducta de Alma.

Irina podí a predecir las desapariciones de su jefa por su silencio absorto y melancó lico en los dí as previos, seguido de una euforia sú bita y apenas contenida una vez que decidí a irse. Habí a estado esperando algo y cuando ocurrí a, se poní a dichosa; echaba unas cuantas prendas de ropa en un pequeñ o maletí n, avisaba a Kirsten de que no fuera al taller y dejaba a Neko en manos de Irina. El gato, ya viejo, padecí a una sarta de maní as y dolencias; la larga lista de recomendaciones y remedios estaba pegada en la puerta de la nevera. Era el cuarto de una serie de gatos similares, todos con el mismo nombre, que habí an acompañ ado a Alma en diversas etapas de la vida. Alma partí a con la prisa de una novia, sin indicar adó nde iba ni cuá ndo pensaba volver. Pasaban dos o tres dí as sin noticias suyas y de pronto, tan inesperadamente como habí a desaparecido, regresaba radiante y con su automó vil de juguete sin gasolina. Irina llevaba sus cuentas y habí a visto los recibos de hoteles, tambié n habí a descubierto que en esas escapadas Alma se llevaba sus ú nicas dos camisas de dormir de seda, en vez de los pijamas de franela que usaba habitualmente. La muchacha se preguntaba por qué Alma se escabullí a como si fuera a pecar; era libre y podí a recibir a quien quisiera en su apartamento de Lark House.

Inevitablemente, las sospechas de Irina sobre el hombre del retrato contagiaron a Seth. La joven se habí a cuidado de no mencionar sus dudas, pero en sus frecuentes visitas é l empezó a tomar nota de las repetidas ausencias de su abuela. Si la interrogaba, Alma replicaba que se iba a entrenar con terroristas, experimentar con ayahuasca o cualquier explicació n descabellada en el tono sarcá stico que usaban entre ellos. Seth decidió que necesitaba la ayuda de Irina para desentrañ ar aquella incó gnita, nada fá cil de obtener, porque la lealtad de la joven con Alma era monolí tica. Pudo convencerla de que su abuela corrí a peligro. Alma parecí a fuerte para su edad, le dijo, pero en realidad estaba delicada, tení a la presió n alta, le fallaba el corazó n y sufrí a un principio de Parkinson, por eso le temblaban las manos. No podí a darle detalles, porque Alma se habí a negado a someterse a los exá menes mé dicos pertinentes, pero debí an vigilarla y evitarle riesgos.

—Uno quiere seguridad para los seres queridos, Seth. Pero lo que uno quiere para sí mismo es autonomí a. Tu abuela no aceptarí a jamá s que nos inmiscuyé ramos en su vida privada, aunque fuera para protegerla.

—Por lo mismo tenemos que hacerlo sin que lo sepa —argumentó Seth.

Segú n Seth, a comienzos del 2010, de repente, en cosa de dos horas, algo trastocó la personalidad de su abuela. Siendo una artista de é xito y un modelo de cumplimiento del deber, se alejó del mundo, de la familia y de sus amistades, se recluyó en una residencia geriá trica que no iba con ella y optó por vestirse de refugiada tibetana, como opinaba su nuera Doris. Un cortocircuito en el cerebro, qué otra cosa podí a ser la causa, agregó. Lo ú ltimo que vieron de la antigua Alma fue cuando anunció, despué s de un almuerzo normal, que se iba a dormir la siesta. A las cinco de la tarde, Doris llamó a la puerta de la habitació n para recordarle a su suegra la fiesta de la noche; la encontró de pie junto a la ventana, con la vista perdida en la niebla, descalza y en ropa interior. Sobre una silla yací a desmayado su esplé ndido vestido largo. «Dile a Larry que no asistiré a la gala y que no cuente conmigo para nada má s el resto de mi vida». La firmeza de la voz no admití a ré plica. Su nuera cerró silenciosamente la puerta y fue a darle el mensaje a su marido. Era la noche en que recaudaban fondos para la Fundació n Belasco, la má s importante del añ o, cuando se poní a a prueba el poder de convocatoria de la familia. Ya estaban los camareros terminando de poner las mesas, los cocineros afanados con el banquete y los mú sicos de la orquesta de cá mara instalando sus instrumentos. Todos los añ os Alma daba un breve discurso, siempre má s o menos el mismo, posaba para unas cuantas fotografí as con los donantes má s destacados y hablaba con la prensa; só lo se le exigí a eso, pues el resto quedaba en manos de su hijo Larry. Tuvieron que arreglarse sin ella.

Al dí a siguiente comenzaron los cambios definitivos. Alma empezó a hacer maletas y decidió que muy poco de lo que tení a le iba a servir en su nueva vida. Debí a simplificarse. Primero se fue de compras y despué s se reunió con su contador y su abogado. Se asignó una pensió n prudente, le entregó el resto a Larry sin instrucciones respecto a có mo distribuirlo y anunció que se irí a a vivir a Lark House. Para saltarse la lista de espera le habí a comprado su turno a una antropó loga, quien por la suma adecuada estuvo dispuesta a esperar unos añ os má s. Ningú n Belasco habí a oí do hablar de ese lugar.

—Es una casa de reposo en Berkeley —explicó Alma vagamente.

—¿ Un asilo de viejos? —preguntó Larry, alarmado.

—Má s o menos. Voy a vivir los añ os que me quedan sin complicaciones ni lastres.

—¿ Lastres? ¡ Supongo que no se refiere a nosotros!

—¿ Y qué vamos a decirle a la gente? —preguntó Doris en un exabrupto.

—Que estoy vieja y loca. No faltarí an a la verdad —contestó Alma.

El chofer la trasladó con el gato y dos maletas. Una semana má s tarde, Alma renovó su carnet de conducir, que no habí a necesitado en varias dé cadas, y compró un Smartcar verde limó n, tan pequeñ o y liviano, que en una ocasió n tres muchachos traviesos le dieron la vuelta a pulso cuando estaba estacionado en la calle y lo dejaron con las ruedas al aire, como una tortuga patas arriba. La razó n de Alma para escoger ese automó vil fue que el color estridente lo hací a visible para otros conductores y que el tamañ o garantizaba que si por desgracia atropellaba a alguien, no lo matarí a. Era como conducir un cruce entre bicicleta y silla de ruedas.

—Creo que mi abuela tiene problemas serios de salud, Irina, y por soberbia se encerró en Lark House, para que nadie se entere —le dijo Seth.

—Si fuera cierto ya estarí a muerta, Seth. Ademá s, nadie se encierra en Lark House. Es una comunidad abierta donde la gente entra y sale a su antojo. Por eso no se admiten pacientes con Alzheimer, que pueden escaparse y perderse.

—Es justamente lo que me temo. En una de sus excursiones a mi abuela puede pasarle eso.

—Siempre ha vuelto. Sabe dó nde va y no creo que vaya sola.

—¿ Con quié n, entonces? ¿ Con un galá n? ¡ No estará s pensando que mi abuela anda en hoteles con un amante! —se burló Seth, pero la expresió n seria de Irina le cortó la risa.

—¿ Por qué no?

—¡ Es una anciana!

—Todo es relativo. Es vieja, no anciana. En Lark House, Alma puede ser considerada joven. Ademá s, el amor se da a cualquier edad. Segú n Hans Voigt, en la vejez conviene enamorarse; hace bien a la salud y contra la depresió n.

—¿ Có mo lo hacen los viejos? En la cama, quiero decir —preguntó Seth.

—Sin apuro, supongo. Tendrí as que preguntarle a tu abuela —replicó ella.

Seth logró convertir a Irina en su aliada y juntos fueron atando cabos. Una vez por semana le llegaba a Alma una caja con tres gardenias, que un mensajero dejaba en la recepció n. No traí a el nombre de quié n la enviaba o de la floristerí a, pero Alma no manifestaba sorpresa ni curiosidad. Tambié n solí a recibir en Lark House un sobre amarillo, sin remitente, que ella descartaba despué s de sacar de su interior un sobre má s pequeñ o, tambié n a su nombre, pero con la direcció n de Sea Cliff escrita a mano. Nadie de la familia o los empleados de los Belasco habí an recibido esos sobres ni los habí an enviado a Lark House. No sabí an de esas cartas antes de que Seth las mencionara. Los jó venes no pudieron averiguar quié n era el remitente, por qué hací an falta dos sobres y dos direcciones para la misma carta, ni dó nde iba a parar esa correspondencia insó lita. Como ni Irina halló rastros en el apartamento ni Seth en Sea Cliff, imaginaron que Alma las guardaba en una caja de seguridad de su banco.

 


12 de abril de 1996

¡ Otra luna de miel memorable contigo, Alma! Hací a tiempo que no te veí a tan feliz y relajada. El espectá culo má gico de mil setecientos cerezos en flor nos recibió en Washington. Vi algo semejante en Kioto, hace muchos añ os. ¿ Todaví a florece así el cerezo de Sea Cliff que plantó mi padre?

Acariciaste los nombres en la piedra oscura del Memorial de Vietnam y me dijiste que las piedras hablan, que se pueden oí r sus voces, que los muertos está n atrapados en ese muro y nos llaman, indignados por su sacrificio. Me quedé pensando en eso. Hay espí ritus por todas partes, Alma, pero creo que son libres y no guardan rencor.

Ichi

 

 







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