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La niña polaca






Para satisfacer la curiosidad de Irina y Seth, Alma Belasco empezó evocando, con la lucidez con que se preservan los momentos fundamentales, la primera vez que vio a Ichimei Fukuda, y despué s siguió poco a poco con el resto de su vida. Lo conoció en el esplé ndido jardí n de la mansió n de Sea Cliff, en la primavera de 1939. Entonces ella era una niñ a con menos apetito que un canario, que andaba callada de dí a y lloraba de noche, escondida en las entrañ as de un armario de tres espejos en la habitació n que sus tí os le habí an preparado, una sinfoní a en azul: azules las cortinas, los velos de la cama con baldaquino, la alfombra belga, los pajaritos del papel de la pared y las reproducciones de Renoir con marcos dorados; azul era la vista de la ventana, mar y cielo, cuando se despejaba la niebla. Alma Mendel lloraba por todo lo que habí a perdido para siempre, aunque sus tí os insistí an con tal vehemencia en que la separació n de sus padres y su hermano serí a temporal, que una chiquilla menos intuitiva les habrí a creí do. La ú ltima imagen que ella guardaba de sus padres era la de un hombre mayor, barbudo y severo, vestido de negro, con abrigo largo y sombrero, y una mujer mucho má s joven encogida de llanto, de pie en el muelle de Danzig, despidié ndola con pañ uelos blancos. Se volví an má s y má s pequeñ os y difusos a medida que el barco se alejaba hacia Londres con un bramido lastimero, mientras ella, aferrada a la borda, era incapaz de devolverles el adió s. Temblando en su ropa de viaje, confundida entre los otros pasajeros aglomerados en la popa para ver desaparecer su paí s, Alma procuraba mantener la compostura que le habí an inculcado desde que nació. A travé s de la creciente distancia que los separaba, percibí a la desolació n de sus padres, lo que reforzaba su presentimiento de que no volverí a a verlos. En un gesto muy raro en é l, su padre le habí a puesto un brazo sobre los hombros a su madre, como para impedir que se lanzara al agua, mientras ella se sujetaba el sombrero con una mano, defendié ndolo del viento, y con la otra agitaba su pañ uelo frené ticamente.

Tres meses antes Alma habí a estado con ellos en ese mismo muelle para despedir a su hermano Samuel, diez añ os mayor que ella. A su madre le costó muchas lá grimas resignarse a la decisió n de su marido de mandarlo a Inglaterra, como medida de precaució n para el caso improbable de que los rumores de guerra se convirtieran en realidad. Allí el muchacho estarí a a salvo de ser reclutado en el ejé rcito o de la bravuconada de alistarse como voluntario. Los Mendel no imaginaban que dos añ os má s tarde Samuel estarí a en la Real Fuerza Aé rea luchando contra Alemania. Al ver embarcarse a su hermano con la actitud fanfarrona de quien emprende una primera aventura, Alma tuvo un atisbo de la amenaza que pendí a sobre su familia. Ese hermano era el faro de su existencia, habí a iluminado sus momentos oscuros y espantado sus temores con su risa triunfante, sus bromas amables y sus canciones en el piano. Por su parte, Samuel se entusiasmó con Alma desde que la tomó en brazos recié n nacida, un bulto rosado con olor a polvos de talco que maullaba como un gato; esa pasió n por su hermana no hizo má s que aumentar en los siete añ os siguientes, hasta que debieron separarse. Al saber que Samuel se irí a de su lado, Alma tuvo la ú nica pataleta de su vida. Empezó con llanto y gritos, siguió con estertores en el suelo y terminó en el bañ o de agua helada en que su madre y su institutriz la sumergieron sin piedad. La partida del muchacho la dejó desconsolada y en ascuas, porque sospechaba que era el pró logo de cambios drá sticos. Habí a escuchado a sus padres hablar de Lillian, una hermana de su madre que viví a en Estados Unidos, casada con Isaac Belasco, alguien importante, como agregaban cada vez que su nombre se mencionaba. Hasta ese momento, la niñ a desconocí a la existencia de aquella tí a lejana y aquel hombre importante y le extrañ ó que de pronto la obligaran a escribirles tarjetas postales con su mejor caligrafí a. Tambié n le pareció de mal agü ero que su institutriz incluyera California en sus clases de historia y geografí a, una mancha color naranja en el mapa, al otro lado del globo terrá queo. Sus padres esperaron que pasaran las fiestas de fin de añ o para anunciarle que ella tambié n se irí a a estudiar al extranjero por un tiempo, pero a diferencia de su hermano, seguirí a viviendo dentro de los confines de la familia, con sus tí os Isaac y Lillian y sus tres primos, en San Francisco.

La navegació n desde Danzig a Londres y de allí en un transatlá ntico a San Francisco duró diecisiete dí as. Los Mendel asignaron a miss Honeycomb, la institutriz inglesa, la responsabilidad de conducir a Alma sana y salva a la casa de los Belasco. Miss Honeycomb era una mujer soltera, de pronunciació n afectada, modales relamidos y expresió n agria, que trataba con desdé n a quienes consideraba inferiores socialmente y desplegaba un servilismo pegajoso con sus superiores, pero en el añ o y medio que trabajaba con los Mendel se habí a ganado su confianza. A nadie le caí a bien y menos a Alma, pero la opinió n de la niñ a no contaba en la elecció n de las institutrices o de los tutores que la habí an educado en casa en sus primeros añ os. Para asegurarse de que la mujer harí a el viaje de buena gana, sus patrones le prometieron una bonificació n sustanciosa, que recibirí a en San Francisco una vez que Alma estuviera instalada con sus tí os. Miss Honeycomb y Alma viajaron en uno de los mejores camarotes del barco, mareadas al principio y aburridas despué s. La inglesa no pegaba entre los pasajeros de primera clase, pero hubiera preferido saltar por la borda antes que mezclarse con la gente de su propio nivel social, de modo que pasó má s de dos semanas sin hablar má s que con su joven pupila. Habí a otros niñ os a bordo, pero Alma no se interesó en ninguna de las actividades infantiles programadas y no hizo amigos; estuvo enfurruñ ada con su institutriz, lloriqueando a escondidas porque era la primera vez que se separaba de su madre, leyendo cuentos de hadas y escribiendo cartas melodramá ticas, que le entregaba directamente al capitá n para que las pusiera en el correo de algú n puerto, porque temí a que si se las daba a miss Honeycomb acabarí an alimentando a los peces. Los ú nicos momentos memorables de aquella lenta travesí a fueron el cruce del canal de Panamá y una fiesta de disfraces en la que un indio apache empujó a la piscina a miss Honeycomb, convertida en vestal griega con una sá bana.

Los tí os y primos Belasco esperaban a Alma en el bullicioso puerto de San Francisco, entre una multitud tan densa de estibadores asiá ticos afanados en torno a las embarcaciones, que miss Honeycomb temió que hubieran arribado a Shangai por error. La tí a Lillian, ataviada con abrigo de astracá n gris y turbante de turco, estrechó a su sobrina en un abrazo sofocante, mientras Isaac Belasco y su chofer procuraban reunir los catorce baú les y bultos de las viajeras. Las dos primas, Martha y Sarah, saludaron a la recié n llegada con un beso frí o en la mejilla y enseguida se olvidaron de su existencia, no por malicia, sino porque estaban en edad de buscar novio y ese objetivo las cegaba al resto del mundo. No les resultarí a fá cil conseguir los maridos deseados, a pesar de la fortuna y el prestigio de los Belasco, porque habí an sacado la nariz del padre y la figura rechoncha de la madre, pero muy poco de la inteligencia del primero o la simpatí a de la segunda. El primo Nathaniel, ú nico varó n, nacido seis añ os despué s que su hermana Sarah, se asomaba titubeante a la pubertad con aspecto de garza. Era pá lido, flaco, largo, incó modo en un cuerpo al que le sobraban codos y rodillas, pero tení a los ojos pensativos de un perro grande. Le tendió la mano a Alma con la vista fija en el suelo y masculló la bienvenida que sus padres le habí an ordenado. Ella se colgó de esa mano como de un salvavidas y los intentos del chico por desprenderse fueron inú tiles.

Así comenzó la estancia de Alma en la gran casa de Sea Cliff, donde habrí a de pasar setenta añ os con pocos paré ntesis. En los primeros meses de 1939 vertió la reserva casi completa de sus lá grimas y só lo volvió a llorar en muy raras ocasiones. Aprendió a masticar sus penas sola y con dignidad, convencida de que a nadie le importan los problemas ajenos y que los dolores callados acaban por diluirse. Habí a adoptado las lecciones filosó ficas de su padre, hombre de principios rí gidos e inapelables, que tení a a honor haberse formado solo y no deberle nada a nadie, lo cual no era del todo cierto. La fó rmula simplificada del é xito, que Mendel les habí a machacado a sus hijos desde la cuna, consistí a en no quejarse nunca, no pedir nada, esforzarse por ser los primeros en todo y no confiar en nadie. Alma habrí a de cargar durante varias dé cadas con ese tremendo saco de piedras, hasta que el amor la ayudó a desprenderse de algunas de ellas. Su actitud estoica contribuyó al aire de misterio que tuvo desde niñ a, mucho antes de que existieran los secretos que hubo de guardar.

En la Depresió n de los añ os treinta, Isaac Belasco pudo evitar los peores efectos de la debacle econó mica y hasta incrementó su patrimonio. Mientras otros perdí an todo, é l trabajaba dieciocho horas al dí a en su bufete de abogado e invertí a en aventuras comerciales, que parecieron arriesgadas en su momento y a largo plazo resultaron esplé ndidas. Era formal, parco de palabras y de corazó n blando. Para é l, esa blandura lindaba con debilidad de cará cter, por eso se empeñ aba en dar una impresió n de autoridad intransigente, pero bastaba tratarlo un par de veces para adivinar su vocació n de bondad. Lo precedí a una reputació n de compasivo que llegó a ser un impedimento en su carrera de abogado. Despué s, cuando fue candidato a juez de la Corte Suprema de California, perdió la elecció n porque sus opositores lo acusaron de perdonar con demasiada generosidad, en desmedro de la justicia y la seguridad pú blica.

Isaac recibió a Alma en su casa con la mejor voluntad, pero pronto el llanto nocturno de la chiquilla empezó a afectarle los nervios. Eran sollozos ahogados, contenidos, apenas audibles a travé s de las gruesas puertas de caoba tallada del armario, pero que llegaban hasta su dormitorio, al otro lado del pasillo, donde é l procuraba leer. Suponí a que los niñ os, como los animales, poseen la capacidad natural de adaptarse y que la chica se consolarí a pronto de la separació n de sus padres o bien ellos emigrarí an a Amé rica. Se sentí a incapaz de ayudarla, frenado por el pudor que le inspiraban los asuntos femeninos. Si no entendí a las reacciones habituales de su mujer y sus hijas, menos podí a entender las de esa niñ a polaca que aú n no habí a cumplido ocho añ os. Le entró la sospecha supersticiosa de que las lá grimas de la sobrina anunciaban un desastre catastró fico. Las cicatrices de la Gran Guerra todaví a eran visibles en Europa; estaba fresco el recuerdo de la tierra mutilada por las trincheras, los millones de muertos, las viudas y hué rfanos, la podredumbre de caballos destrozados, los gases mortales, las moscas y el hambre. Nadie querí a otra conflagració n como é sa, pero Hitler ya habí a anexionado Austria, controlaba parte de Checoslovaquia y sus incendiarias llamadas a establecer el imperio de la raza superior no podí an descartarse como desvarí os de un loco. A fines de enero, Hitler habí a planteado su propó sito de librar al mundo de la amenaza judí a; no bastaba con expulsarlos, debí an ser exterminados. Algunos niñ os tienen poderes psí quicos; no serí a raro que Alma viera en sus pesadillas algo horroroso y estuviera pasando un terrible duelo por adelantado, pensaba Isaac Belasco. ¿ Qué esperaban sus cuñ ados para salir de Polonia? Llevaba un añ o presioná ndolos inú tilmente para que lo hicieran, como tantos otros judí os que estaban huyendo de Europa; les habí a ofrecido su hospitalidad, aunque los Mendel tení an recursos sobrados y no necesitaban su ayuda. Baruj Mendel le respondió que la integridad de Polonia estaba garantizada por Gran Bretañ a y Francia. Se creí a seguro, protegido por su dinero y sus conexiones comerciales; ante el acoso de la propaganda nazi, la ú nica concesió n que hizo fue sacar a sus hijos del paí s. Isaac Belasco no conocí a a Mendel, pero a travé s de cartas y telegramas resultaba obvio que el marido de su cuñ ada era tan arrogante y antipá tico como testarudo.

Tuvo que pasar casi un mes antes de que Isaac decidiera intervenir en la situació n de Alma e incluso entonces no estaba preparado para hacerlo personalmente, así que pensó que el problema le correspondí a a su mujer. Só lo una puerta, siempre entreabierta, separaba a los esposos de noche, pero Lillian era dura de oreja y usaba tintura de opio para dormir, de modo que nunca se habrí a enterado del llanto en el armario si su marido no se lo hubiera hecho notar. Para entonces miss Honeycomb ya no estaba con ellos: al llegar a San Francisco la mujer cobró la bonificació n prometida y doce dí as despué s se volvió a su paí s natal, asqueada de los modales rudos, el acento incomprensible y la democracia de los estadounidenses, como dijo sin parar en mientes en lo ofensivo que resultaba ese comentario para los Belasco, gente distinguida que la habí a tratado con gran consideració n. Por otra parte, cuando Lillian, advertida por una carta de su hermana, buscó en el forro del abrigo de viaje de Alma unos diamantes que los Mendel habí an puesto, má s por cumplir con una tradició n que para asegurar a su hija, ya que no se trataba de piedras de extraordinario valor, é stos no estaban. La sospecha recayó de inmediato en miss Honeycomb y Lillian propuso mandar a uno de los investigadores del bufete de su marido en persecució n de la inglesa, pero Isaac determinó que no valí a la pena. El mundo y la familia estaban bastante convulsionados como para andar cazando institutrices a travé s de mares y continentes; unos diamantes má s o menos no pesarí an para nada en la vida de Alma.

—Mis amigas del bridge me comentaron que hay un estupendo psicó logo infantil en San Francisco —le anunció Lillian a su marido, cuando se enteró del estado de su sobrina.

—¿ Qué es eso? —preguntó el patriarca, quitando los ojos del perió dico por un momento.

—El nombre lo dice, Isaac, no te hagas el tonto.

—¿ Alguna de tus amigas conoce a alguien que tenga un crí o tan desequilibrado como para ponerlo en manos de un psicó logo?

—Seguramente, Isaac, pero no lo admitirí an ni muertas.

—La infancia es una etapa naturalmente desgraciada de la existencia, Lillian. El cuento de que los niñ os merecen felicidad lo inventó Walt Disney para ganar plata.

—¡ Eres tan terco! No podemos dejar que Alma llore sin consuelo perpetuamente. Hay que hacer algo.

—Bueno, Lillian. Recurriremos a esa medida extrema cuando todo lo demá s nos falle. Por el momento podrí as darle a Alma unas gotas de tu jarabe.

—No sé, Isaac, eso me parece un arma de doble filo. No nos conviene convertir a la niñ a en adicta al opio tan tempranamente.

En eso estaban, debatiendo los pros y los contras del psicó logo y el opio, cuando se dieron cuenta de que el armario habí a permanecido en silencio durante tres noches. Prestaron oí do un par de noches má s y comprobaron que inexplicablemente la chiquilla se habí a tranquilizado y no só lo dormí a de corrido, sino que habí a empezado a comer como cualquier niñ o normal. Alma no habí a olvidado a sus padres ni a su hermano y seguí a deseando que su familia se reuniera pronto, pero se le estaban acabando las lá grimas y empezaba a distraerse con su naciente amistad con las dos personas que serí an los ú nicos amores de su vida: Nathaniel Belasco e Ichimei Fukuda. El primero, a punto de cumplir trece añ os, era el hijo menor de los Belasco y el segundo, que iba a cumplir ocho, como ella, era el hijo menor del jardinero.

Martha y Sarah, las hijas de los Belasco, viví an en un mundo tan distinto al de Alma, só lo preocupadas por la moda, las fiestas y los posibles novios, que cuando se topaban con ella en los vericuetos de la mansió n de Sea Cliff o en las raras cenas formales en el comedor, se sobresaltaban sin poder recordar quié n era esa chiquilla y por qué estaba allí. Nathaniel, en cambio, no pudo dejarla de lado, porque Alma se le pegó a los talones desde el primer dí a, determinada a reemplazar a su adorado hermano Samuel con ese primo timorato. Era el miembro del clan Belasco má s cercano a ella en edad, aunque los separaban cinco añ os, y el má s accesible por su temperamento tí mido y dulce. La niñ a provocaba en Nathaniel una mezcla de fascinació n y susto. Alma parecí a arrancada de un daguerrotipo, con su pulcro acento britá nico, que habí a aprendido de la institutriz ratera, y su seriedad de enterrador, rí gida y angulosa como una tabla, oliendo a la naftalina de sus baú les de viaje y con un desafiante mechó n blanco sobre la frente, que contrastaba con el negro profundo del cabello y con su piel olivá cea. Al principio, Nathaniel trató de escapar, pero nada desalentaba los torpes avances amistosos de Alma y é l acabó cediendo, porque habí a heredado el buen corazó n de su padre. Adivinaba la pena silenciosa de su prima, que ella disimulaba con orgullo, pero evitaba con diversos pretextos la obligació n de ayudarla. Alma era una mocosa, só lo tení a en comú n con ella un tenue lazo de sangre, estaba de paso en San Francisco y serí a un desperdicio de sentimientos iniciar una amistad con ella. Cuando hubieron transcurrido tres semanas sin señ ales de que la visita de la prima fuera a terminar, se le agotó ese pretexto y fue a preguntarle a su madre si acaso pensaban adoptarla. «Espero que no tengamos que llegar a eso», le contestó Lillian con un escalofrí o. Las noticias de Europa eran muy inquietantes y la posibilidad de que su sobrina quedara hué rfana empezaba a tomar forma en su imaginació n. Por el tono de esa respuesta, Nathaniel dedujo que Alma se quedarí a por tiempo indefinido y se sometió al instinto de quererla. Dormí a en otra ala de la casa y nadie le habí a dicho que Alma lloraba en el armario, pero de alguna manera se enteró y muchas noches iba de puntillas a acompañ arla.

Fue Nathaniel quien presentó los Fukuda a Alma. Ella los habí a visto desde las ventanas, pero no salió al jardí n hasta comienzos de la primavera, cuando mejoró el clima. Un sá bado Nathaniel le vendó los ojos, con la promesa de que iba a darle una sorpresa, y la llevó de la mano a travé s de la cocina y el lavadero hasta el jardí n. Cuando le quitó la venda y ella levantó la vista, se encontró bajo un frondoso cerezo en flor, una nube de algodó n rosado. Junto al á rbol habí a un hombre con mono de trabajo y sombrero de paja, de rostro asiá tico, piel curtida, bajo de estatura y ancho de hombros, apoyado en una pala. En un inglé s entrecortado y difí cil de comprender, le dijo a Alma que ese momento era hermoso, pero durarí a apenas unos dí as y pronto las flores caerí an como lluvia sobre la tierra; mejor serí a el recuerdo del cerezo en flor, porque durarí a todo el añ o, hasta la primavera siguiente. Ese hombre era Takao Fukuda, el jardinero japoné s que trabajaba en la propiedad desde hací a muchos añ os y era la ú nica persona ante quien Isaac Belasco se quitaba el sombrero por respeto.

Nathaniel se volvió a la casa y dejó a su prima en compañ í a de Takao, quien le mostró todo el jardí n. La condujo a las diferentes terrazas escalonadas en la ladera, desde la cima de la colina, donde se erguí a la casa, hasta la playa. Recorrieron estrechos senderos salpicados de estatuas clá sicas manchadas por la pá tina verde de la humedad, fuentes, á rboles exó ticos y plantas suculentas; le explicó de dó nde procedí an y los cuidados que requerí an, hasta que llegaron a una pé rgola cubierta de rosas trepadoras con una vista panorá mica del mar, la entrada de la bahí a a la izquierda y el puente del Golden Gate, inaugurado un par de añ os antes, a la derecha. Desde allí se distinguí an colonias de lobos de mar descansando sobre las rocas y, oteando el horizonte con paciencia y buena suerte, se podí an ver las ballenas que vení an del norte a parir en las aguas de California. Despué s Takao la llevó al invernadero, ré plica en miniatura de una clá sica estació n de trenes victoriana, hierro forjado y cristal. Dentro, en la luz tamizada y bajo el calor hú medo de la calefacció n y los vaporizadores, las plantas delicadas empezaban su vida en bandejas, cada una con una etiqueta con su nombre y la fecha en que debí a ser trasplantada. Entre dos mesas largas de madera rú stica, Alma distinguió a un chico concentrado en unos almá cigos, quien al oí rlos entrar soltó las tijeras y se cuadró como un soldado. Takao se le acercó, murmuró algo en una lengua desconocida para Alma y le revolvió el pelo. «Mi hijo má s pequeñ o», dijo. Alma estudió sin disimulo al padre y al hijo como a seres de otra especie; no se parecí an a los orientales de las ilustraciones de la Enciclopedia Britá nica.

El chico la saludó con una inclinació n del torso y mantuvo la cabeza gacha al presentarse.

—Soy Ichimei, cuarto hijo de Takao y Heideko Fukuda, honrado de conocerla, señ orita.

—Soy Alma, sobrina de Isaac y Lillian Belasco, honrada de conocerlo, señ or —explicó ella, desconcertada y divertida.

Esa formalidad inicial, que má s tarde el cariñ o habrí a de teñ ir con humor, marcó el tono de su larga relació n. Alma, má s alta y fuerte, parecí a mayor. El aspecto menudo de Ichimei engañ aba, porque podí a levantar sin esfuerzo las pesadas bolsas de tierra y empujar cuesta arriba una carretilla cargada. Tení a la cabeza grande con relació n al cuerpo, la piel color miel, los ojos negros separados y el cabello tieso e indó mito. Todaví a le estaban saliendo los dientes definitivos y al sonreí r, los ojos se convertí an en dos rayas.

Durante el resto de aquella mañ ana Alma siguió a Ichimei, mientras é l colocaba las plantas en los huecos cavados por su padre y le revelaba la vida secreta del jardí n, los filamentos entrelazados en el subsuelo, los insectos casi invisibles, los brotes minú sculos en la tierra, que en una semana alcanzarí an un palmo de altura. Le habló de los crisantemos, que sacaba del invernadero en ese momento, de có mo se trasplantan en primavera y florecen a comienzos del otoñ o, dá ndole color y alegrí a al jardí n cuando las flores estivales ya se han secado. Le mostró los rosales sofocados de botones y có mo se deben eliminar casi todos, dejando só lo algunos para que las rosas crezcan grandes y sanas. Le hizo notar la diferencia entre las plantas de semilla y las de bulbo, entre las de sol y las de sombra, entre las autó ctonas y las traí das de lejos. Takao Fukuda, que los observaba de reojo, se acercó para decirle a Alma que las tareas má s delicadas le correspondí an a Ichimei, porque habí a nacido con dedos verdes. El niñ o enrojeció con el halago.

A partir de ese dí a Alma aguardaba impaciente a los jardineros, que acudí an puntualmente los fines de semana. Takao Fukuda siempre llevaba a Ichimei y a veces, si habí a má s trabajo, se hací a acompañ ar tambié n por Charles y James, sus hijos mayores, o por Megumi, su ú nica hija, varios añ os mayor que Ichimei, a quien só lo le interesaba la ciencia y le hací a muy poca gracia ensuciarse las manos con tierra. Ichimei, paciente y disciplinado, cumplí a sus tareas sin distraerse con la presencia de Alma, confiado en que su padre le dejarí a media hora libre al final del dí a para jugar con ella.

 







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