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El francés






En Lark House, donde habí a una deprimente mayorí a de mujeres, Jacques Devine era considerado la estrella, el ú nico galá n entre los veintiocho varones del establecimiento. Le llamaban el francé s, no porque hubiera nacido en Francia, sino por su exquisita urbanidad —dejaba pasar primero a las damas, les apartaba la silla y nunca andaba con la bragueta abierta—, y porque podí a bailar, a pesar de su espalda apuntalada. Andaba derecho a los noventa añ os gracias a varillas, tornillos y tuercas en la columna; algo le quedaba de su cabello ensortijado y sabí a jugar a las cartas, haciendo trampa con desenvoltura. Era sano de cuerpo, salvo por la artritis comú n, la presió n alta y la sordera ineludible de los añ os invernales, y bastante lú cido, pero no tanto como para recordar si habí a almorzado; por eso estaba en el segundo nivel, donde disponí a de la asistencia necesaria. Habí a llegado a Lark House con su tercera esposa, quien alcanzó a vivir só lo tres semanas antes de morir atropellada en la calle por un ciclista distraí do. El dí a del francé s comenzaba temprano: se duchaba, se vestí a y afeitaba con ayuda de Jean Daniel, un cuidador haitiano, cruzaba el estacionamiento apoyado en su bastó n, fijá ndose bien en los ciclistas, y se iba al Starbucks de la esquina a tomar la primera de sus cinco tazas cotidianas de café. Se habí a divorciado una vez, enviudado dos y jamá s le habí an faltado enamoradas a quienes seducí a con trucos de ilusionista. Una vez, hací a poco, calculó que se habí a enamorado sesenta y siete veces; lo anotó en su libreta para que no se le olvidara el nú mero, ya que los rostros y los nombres de esas afortunadas se le estaban borrando. Tení a varios hijos reconocidos y otro de un percance clandestino con una mujer cuyo nombre no recordaba, ademá s de sobrinos, todos unos ingratos que contaban los dí as para verlo partir al otro mundo y heredarlo. Se rumoreaba que tení a una pequeñ a fortuna hecha con mucho atrevimiento y pocos escrú pulos. É l mismo confesaba, sin asomo de arrepentimiento, que habí a pasado un tiempo en prisió n, de donde sacó tatuajes de filibustero en los brazos, que la flacidez, las manchas y las arrugas habí an desdibujado, y ganó sumas considerables especulando con los ahorros de los guardias.

A pesar de las atenciones de varias señ oras de Lark House, que le dejaban poco campo para maniobras amorosas, Jacques Devine se prendó de Irina Bazili desde el primer momento en que la vio deambulando con su tablilla de anotar y su trasero respingó n. La muchacha no tení a ni una gota de sangre caribeñ a, por lo que ese trasero de mulata era un prodigio de la naturaleza, aseguraba el hombre despué s de tomarse el primer martini, extrañ ado de que nadie má s lo percibiera. Habí a pasado sus mejores añ os haciendo negocios entre Puerto Rico y Venezuela, donde se aficionó a apreciar a las mujeres por detrá s. Esas posaderas é picas se le habí an fijado para siempre en las retinas; soñ aba con ellas, las veí a por todas partes, incluso en un sitio tan poco propicio como Lark House y en una mujer tan flaca como Irina. Su vida de anciano, sin proyectos ni ambiciones, se llenó de sú bito con ese amor tardí o y totalitario, alterando la paz de sus rutinas. A poco de conocerla, le demostró su entusiasmo con un escarabajo de topacio y brillantes, una de las pocas joyas de sus difuntas esposas que salvó de la rapiñ a de sus descendientes. Irina no quiso aceptarlo, pero su rechazo mandó la presió n arterial del enamorado a las nubes y ella misma tuvo que acompañ arlo la noche entera en el servicio de urgencias. Conectado a una bolsa de suero en la vena, Jacques Devine, entre suspiros y reproches, le declaró su sentimiento desinteresado y plató nico. Só lo deseaba su compañ í a, recrear la vista con su juventud y belleza, escuchar su voz diá fana, imaginar que ella tambié n lo querí a, aunque fuera como una hija. Tambié n podí a quererlo como a un bisabuelo.

Al dí a siguiente en la tarde, de vuelta en Lark House, mientras Jacques Devine disfrutaba de su martini ritual, Irina, con los ojos enrojecidos y ojeras azules por la noche en blanco, le confesó el lí o a Lupita Farí as.

—Eso no es ninguna novedad, chamaca. A cada rato sorprendemos a los residentes en camas ajenas, no só lo a los abuelitos, tambié n a las señ oras. A falta de hombres, las pobres tienen que conformarse con lo que hay. Todo el mundo necesita compañ í a.

—En el caso del señ or Devine se trata de amor plató nico, Lupita.

—No sé lo que será eso, pero si es lo que me imagino, no le creas. El francé s tiene un implante en el pito, una salchicha de plá stico que se infla con una bombilla disimulada en las bolas.

—¡ Qué dices, Lupita! —se rió Irina.

—Lo que oyes. Te lo juro. Yo no lo he visto, pero el francé s le hizo una demostració n a Jean Daniel. Impresionante.

La buena mujer agregó, para beneficio de Irina, lo que habí a observado en muchos añ os de trabajar en Lark House: que la edad, por sí sola, no hace a nadie mejor ni má s sabio, só lo acentú a lo que cada uno ha sido siempre.

—El que es un miserable no se vuelve generoso con los añ os, Irina, se vuelve má s miserable. Seguramente Devine fue siempre un calavera y por eso ahora es un viejo verde —concluyó.

En vista de que no pudo devolverle el broche de escarabajo a su pretendiente, Irina se lo llevó a Hans Voigt, quien le informó sobre la prohibició n absoluta de aceptar propinas y regalos. La regla no se aplicaba a los bienes que recibí a Lark House de los moribundos, ni a las donaciones hechas bajo la mesa para colocar a un familiar a la cabeza de la lista de postulantes para ingresar, pero de eso no hablaron. El director recibió el horrendo bicho de topacio para devolvé rselo a su legí timo dueñ o, como dijo, y entretanto lo metió en un cajó n de la mesa de su despacho.

Una semana má s tarde Jacques Devine le pasó a Irina ciento sesenta dó lares en billetes de a veinte y esta vez ella se dirigió directamente a Lupita Farí as, quien era partidaria de las soluciones simples: los devolvió a la caja de cigarros donde el galá n guardaba su dinero en efectivo, segura de que é l no recordarí a haberlo sacado ni cuá nto tení a. Así resolvió Irina el problema de las propinas, pero no el de las apasionadas misivas de Jacques Devine, sus invitaciones a cenar en restaurantes caros, su rosario de pretextos para llamarla a su habitació n y contarle los é xitos exagerados que nunca le ocurrieron, y finalmente su propuesta matrimonial. El francé s, tan diestro en el vicio de la seducció n, habí a revertido a la adolescencia, con su dolorosa carga de timidez, y en vez de declararse en persona, le pasó una carta perfectamente legible, porque la escribió en su computadora. El sobre contení a dos pá ginas plagadas de rodeos, metá foras y repeticiones, que podí an resumirse en pocos puntos: Irina habí a renovado su energí a y su deseo de vivir, podí a ofrecerle gran bienestar, por ejemplo en Florida, donde siempre calentaba el sol, y cuando enviudara estarí a econó micamente asegurada. Mirara por donde mirase su proposició n, ella saldrí a ganando, escribió, ya que la diferencia de edad constituí a una ventaja a su favor. La firma era un garabato de mosquitos. La joven se abstuvo de informar al director, temiendo verse en la calle, y dejó la carta sin respuesta con la esperanza de que al novio se le eclipsara de la mente, pero por una vez a Jacques Devine le funcionó la memoria reciente. Rejuvenecido por la pasió n, siguió mandá ndole misivas cada vez má s urgentes, mientras ella procuraba evitarlo, rezá ndole a santa Parescheva para que el anciano desviara su atenció n hacia la docena de damas octogenarias que lo perseguí an.

La situació n fue subiendo de tono y habrí a llegado a ser imposible de disimular si un acontecimiento inesperado no hubiera puesto fin a Jacques Devine y, de paso, al dilema de Irina. Esa semana el francé s habí a salido un par de veces en taxi sin dar explicaciones, algo inusual en su caso, porque se extraviaba en la calle. Entre los deberes de Irina estaba acompañ arlo, pero é l salió a hurtadillas, sin decir palabra de sus intenciones. El segundo viaje debió de poner a prueba su resistencia, porque regresó a Lark House tan perdido y frá gil, que el chofer tuvo que bajarlo del taxi prá cticamente en brazos y entregá rselo como un bulto a la recepcionista.

—¿ Qué le ha pasado, señ or Devine? —le preguntó la mujer.

—No sé, yo no estaba allí —le contestó.

Despué s de examinarlo y comprobar que la presió n arterial era normal, el mé dico de turno consideró que no valí a la pena enviarlo de nuevo al hospital y le ordenó descansar en cama por un par de dí as, pero tambié n notificó a Hans Voigt que Jacques Devine ya no estaba en condiciones mentales de seguir en el segundo nivel, habí a llegado la hora de transferirlo al tercero, donde dispondrí a de asistencia continua. Al dí a siguiente el director se dispuso a comunicar el cambio a Devine, tarea que siempre le dejaba un sabor a cobre en la lengua, porque nadie ignoraba que el tercer nivel era la antesala del Paraí so, el piso sin retorno, pero fue interrumpido por Jean Daniel, el empleado haitiano, que llegó demudado con la noticia de que habí a encontrado a Jacques Devine tieso y frí o cuando fue a ayudarlo a vestirse. El mé dico propuso una autopsia, ya que al examinarlo el dí a anterior no habí a notado nada que justificara esa desagradable sorpresa, pero Hans Voigt se opuso; para qué sembrar sospechas sobre algo tan previsible como el fallecimiento de una persona de noventa añ os. Una autopsia podrí a manchar la impecable respetabilidad de Lark House. Al saber lo ocurrido, Irina lloró un buen rato, porque muy a pesar suyo le habí a tomado cariñ o a ese paté tico Romeo, pero no pudo evitar cierto alivio por verse libre de é l y vergü enza por sentirse aliviada.

El fallecimiento del francé s unió al club de sus admiradoras en un solo duelo de viuda, pero les faltó el consuelo de organizar una ceremonia porque los parientes del difunto optaron por el recurso expeditivo de incinerar sus restos a toda prisa.

El hombre habrí a sido olvidado pronto, incluso por sus enamoradas, si su familia no hubiera desencadenado una tormenta. Poco despué s de que sus cenizas fueran esparcidas sin aspavientos emocionales, los presuntos herederos comprobaron que todas las posesiones del anciano habí an sido legadas a una tal Irina Bazili. Segú n la breve nota adjunta al testamento, Irina le habí a dado ternura en la ú ltima etapa de su larga vida y por eso merecí a heredarlo. El abogado de Jacques Devine explicó que su cliente le habí a indicado por telé fono los cambios en el testamento y despué s se presentó dos veces en su oficina, primero para revisar los papeles y despué s para firmarlos ante notario, y que se habí a manifestado seguro de lo que querí a. Los descendientes acusaron a la administració n de Lark House de negligencia ante el estado mental del anciano y a esa Irina Bazili de robarle con alevosí a. Anunciaron su decisió n de impugnar el testamento, denunciar al abogado por incapaz, al notario por có mplice y a Lark House por dañ os y perjuicios. Hans Voigt recibió al tropel de parientes frustrados con la calma y cortesí a adquiridas a lo largo de muchos añ os de dirigir la institució n, mientras herví a de rabia por dentro. No esperaba semejante truhanerí a de Irina Bazili, a quien creí a incapaz de matar a una mosca, pero uno nunca acaba de aprender, no se puede confiar en nadie. En un aparte le preguntó al abogado de cuá nto dinero se trataba y resultó que eran unas tierras secas en Nuevo Mé xico y acciones de varias compañ í as, cuyo valor estaba por verse. La suma en dinero efectivo era insignificante.

El director pidió veinticuatro horas para negociar una salida menos costosa que querellarse y convocó perentoriamente a Irina. Pensaba manejar el embrollo con guantes de seda. No le convení a enemistarse con esa zorra, pero al verse frente a ella perdió los estribos.

—¡ Quisiera saber có mo diablos lograste engatusar al viejo! —la increpó.

—¿ De quié n me está hablando, señ or Voigt?

—¡ De quié n va a ser! ¡ Del francé s, claro! ¿ Có mo pudo suceder esto ante mis propias narices?

—Perdone, no se lo dije para no preocuparlo, pensé que el asunto se iba a resolver solo.

—¡ Y muy bien que se ha resuelto! ¿ Qué explicació n le voy a dar a su familia?

—No tienen para qué saberlo, señ or Voigt. Los ancianos se enamoran, usted lo sabe, pero a la gente de fuera eso le choca.

—¿ Te acostaste con Devine?

—¡ No! ¿ Có mo se le ocurre?

—Entonces no entiendo nada. ¿ Por qué te nombró su heredera universal?

—¿ Có mo dice?

Abismado, Hans Voigt comprendió que Irina Bazili no sospechaba las intenciones del hombre y que era la má s sorprendida con el testamento. Iba a advertirle que le costarí a mucho cobrar algo, porque los herederos legí timos pelearí an hasta el ú ltimo centavo, pero ella le anunció a bocajarro que no querí a nada, porque serí a dinero mal habido y le traerí a desgracia. Jacques Devine estaba deschavetado, dijo, como cualquiera en Lark House podí a atestiguar; lo mejor serí a arreglar las cosas sin bulla. Bastarí a un diagnó stico de demencia senil por parte del mé dico. Irina debió repetirlo para que el desconcertado director entendiera.

De poco sirvieron las precauciones para mantener la situació n en secreto. Todo el mundo lo supo y de la noche a la mañ ana Irina Bazili pasó a ser la persona má s polé mica de la comunidad, admirada por los residentes y criticada por los latinos y haitianos del servicio, para quienes rechazar dinero era un pecado. «No escupas al cielo, que te cae en la cara», sentenció Lupita Farí as e Irina no encontró traducció n al rumano para ese crí ptico proverbio. El director, impresionado por el desprendimiento de esa modesta inmigrante de un paí s difí cil de situar en el mapa, la hizo fija, con cuarenta horas a la semana y un sueldo superior al de su antecesora; ademá s convenció a los descendientes de Jacques Devine de que le dieran dos mil dó lares a Irina como prueba de agradecimiento. Irina no llegó a recibir la suma prometida, pero como era incapaz de imaginarla, pronto se la quitó de la cabeza.

 







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