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El amante japonés






El viernes Irina Bazili llegó temprano a Lark House a echar una mirada a Alma antes de empezar su jornada. Alma ya no la necesitaba para vestirse, pero agradecí a que la muchacha se asomara en su apartamento para compartir la primera taza de té del dí a. «Cá sate con mi nieto, Irina; nos harí as un favor a todos los Belasco», le repetí a. Irina habrí a debido aclararle que no lograba vencer el terror del pasado, pero no podí a mencionar nada de eso sin morirse de vergü enza. Có mo iba a decirle a la abuela que los engendros de su memoria, habitualmente agazapados en sus madrigueras, asomaban sus cabezas de lagarto cuando se disponí a a hacer el amor con su nieto. Seth entendí a que no estaba lista para hablar y dejó de presionarla para que consultaran a un psiquiatra; por el momento era suficiente con que é l fuera su confidente. Podí an esperar. Irina le habí a propuesto una cura de caballo: ver juntos los ví deos filmados por su padrastro, que todaví a andaban por ahí y seguirí an hacié ndola sufrir hasta el fin de sus dí as, pero Seth temí a que, una vez sueltas, esas criaturas retorcidas serí an incontrolables. La cura de é l consistí a en ir poco a poco, con amor y humor, así que iban avanzando en una danza de dos pasos adelante y uno atrá s; ya dormí an en la misma cama y a veces amanecí an abrazados.

Esa mañ ana Irina no habí a encontrado a Alma en su apartamento, ni el bolso de sus salidas secretas o sus camisas de dormir de seda. Por una vez, tampoco estaba el retrato de Ichimei. Supo que su automó vil no estarí a en el estacionamiento y no se alarmó, porque Alma ya se habí a afirmado en sus piernas y supuso que Ichimei la estarí a aguardando. No andarí a sola.

El sá bado no tení a turno en Lark House y se quedó dormitando hasta las nueve, lujo que podí a darse los fines de semana desde que viví a con Seth y habí a dejado de bañ ar perros. É l la despabiló con un tazó n de café con leche y se sentó a su lado en la cama a planear el dí a. Vení a del gimnasio, recié n duchado, con el pelo hú medo y todaví a agitado por el ejercicio, sin imaginar que ese dí a no tendrí a planes con Irina, serí a un dí a de despedida. El telé fono sonó en ese momento con la llamada de Larry Belasco para anunciarle a su hijo que el coche de la abuela habí a patinado en un camino rural y cayó por un barranco de quince metros.

—Está en la unidad de cuidados intensivos del Hospital General de Marin —dijo.

—¿ Grave? —preguntó Seth, aterrado.

—Sí. Su coche quedó totalmente destrozado. No sé qué andaba haciendo mi madre por esos sitios.

—¿ Iba sola, papá?

—Sí.

En el hospital encontraron a Alma consciente y lú cida, a pesar de las drogas que goteaban en su vena y que, segú n el mé dico, habrí an noqueado a un burro. Habí a recibido el impacto del accidente sin una defensa. En un vehí culo má s pesado tal vez el descalabro habrí a sido menor, pero el pequeñ o Smartcar verde limó n se desarmó y ella, sujeta a su asiento por el cinturó n de seguridad, quedó aplastada. Mientras el resto de la familia Belasco se lamentaba en la sala de espera, Larry le explicó a Seth que existí a la posibilidad de una medida extrema: abrir a Alma en canal, colocar los ó rganos desplazados en el sitio correspondiente y mantenerla abierta varios dí as, hasta que bajara la inflamació n y se pudiera intervenir. Despué s se podrí a pensar en operar los huesos rotos. El riesgo, enorme en una persona joven, era mucho mayor en alguien de má s de ochenta añ os, como Alma; el cirujano que la recibió en el hospital no se atreví a a intentarlo. Catherine Hope, que llegó de inmediato con Lenny Beal, opinó que una intervenció n de esa magnitud serí a cruel e inú til; só lo cabí a mantener a Alma lo má s có moda posible y esperar su fin, que no iba a tardar. Irina dejó a la familia discutiendo con Cathy la idea de trasladarla a San Francisco, donde habí a má s recursos, y entró sigilosamente a la habitació n de Alma.

—¿ Tiene dolor? —le preguntó en un susurro—. ¿ Quiere que llame a Ichimei?

Alma estaba recibiendo oxí geno, pero respiraba sola, y le hizo un gesto leve para que se acercara. Irina no quiso pensar en el cuerpo herido bajo el armazó n cubierto por una sá bana; se concentró en el rostro, que estaba intacto y parecí a embellecido.

—Kirsten —balbuceó Alma.

—¿ Quiere que busque a Kirsten? —le preguntó Irina, sorprendida.

—Y diles que no me toquen —agregó Alma claramente antes de cerrar los ojos, exhausta.

Seth llamó al hermano de Kirsten y esa misma tarde é l la llevó al hospital. La mujer se sentó en la ú nica silla de la habitació n de Alma, aguardando instrucciones sin apuro, como habí a hecho pacientemente en el taller durante los meses anteriores, antes de trabajar con Catherine Hope en la clí nica del dolor. En algú n momento, con los ú ltimos rayos de luz en la ventana, Alma volvió del letargo de las drogas. Recorrió con la vista a quienes estaban a su alrededor, esforzá ndose por reconocerlos: su familia, Irina, Lenny, Cathy, y pareció animarse cuando su mirada se detuvo en Kirsten. La mujer se acercó a la cama, le tomó la mano que no estaba conectada al gotero y empezó a darle besos hú medos desde los dedos hasta el codo, preguntá ndole, angustiada, si estaba enferma, si se iba a mejorar, y repitiendo que la querí a mucho. Larry trató de apartarla, pero Alma le indicó dé bilmente que las dejaran solas.

La primera y segunda noche de vigilia se turnaron Larry, Doris y Seth, pero en la tercera Irina comprendió que la familia estaba en el lí mite de sus fuerzas y se ofreció para acompañ ar a Alma, que no habí a vuelto a hablar desde la visita de Kirsten y permanecí a adormilada, jadeando como perro cansado, desprendié ndose de la vida. No es fá cil vivir ni es fá cil morir, pensó Irina. El mé dico aseguraba que no sentí a dolor, estaba sedada hasta la mé dula.

A cierta hora fueron apagá ndose los ruidos del piso. En la habitació n reinaba una penumbra apacible, pero los pasillos estaban siempre iluminados por lá mparas potentes y el reflejo azul de las computadoras en la central de las enfermeras. El murmullo del aire acondicionado, la respiració n esforzada de la mujer en la cama y de vez en cuando unos pasos o voces discretas al otro lado de la puerta, eran los ú nicos sonidos que le llegaban a Irina. Le habí an dado una frazada y un cojí n para que se acomodara lo mejor posible, pero hací a calor y era imposible dormir en la silla. Se sentó en el suelo, apoyada en la pared, pensando en Alma, que tres dí as antes era todaví a una mujer apasionada que habí a salido a toda prisa a encontrarse con su amante y ahora estaba moribunda en su ú ltimo lecho. En un breve despertar, antes de perderse nuevamente en el sopor alucinante de las drogas, Alma le pidió que le pintara los labios, porque Ichimei irí a a buscarla. Irina sintió un terrible desconsuelo, una oleada de amor por esa vieja estupenda, un cariñ o de nieta, de hija, de hermana, de amiga, mientras le corrí an lá grimas por las mejillas que le mojaban el cuello y la blusa. Deseaba que Alma se fuera de una vez para acabar con el sufrimiento y tambié n deseaba que no se fuera nunca, que se le acomodaran por obra divina los ó rganos desordenados y los huesos rotos, que resucitara y pudieran regresar juntas a Lark House y continuar con sus vidas como antes. Le dedicarí a má s tiempo, la acompañ arí a má s, le arrancarí a sus secretos del escondite donde los guardaba, le conseguirí a otro gato igual que Neko y se las arreglarí a para que tuviera gardenias frescas todas las semanas, sin decirle quié n se las enviaba. Sus ausentes acudieron en tropel a acompañ arla en su pena: sus abuelos color tierra, Jacques Devine y su escarabajo de topacio, los ancianos fallecidos en Lark House durante los tres añ os que habí a trabajado allí, Neko con su cola torcida y su ronroneo satisfecho, incluso su madre, Radmila, a quien ya habí a perdonado y de quien no habí a oí do nada en muchos añ os. Quiso tener a Seth a su lado en ese momento, para presentarle a los personajes que no conocí a de ese elenco y descansar aferrada a su mano. Se adormeció en la nostalgia y la tristeza, encogida en su rincó n. No oyó a la enfermera que entraba regularmente a controlar el estado de Alma, ajustar el goteo y la aguja, tomarle la temperatura y la presió n, administrarle los sedantes.

En la hora má s oscura de la noche, la hora misteriosa del tiempo delgado, cuando el velo entre este mundo y el de los espí ritus suele descorrerse, llegó por fin el visitante que Alma estaba esperando. Entró sin ruido, con zapatillas de goma, tan tenue, que Irina no habrí a despertado sin el gemido ronco de Alma al sentirlo cerca. ¡ Ichi! Estaba junto a la cama, inclinado sobre ella, pero Irina, que só lo podí a ver su perfil, lo habrí a reconocido en cualquier parte, en cualquier momento, porque tambié n lo estaba esperando. Era como lo habí a imaginado cuando estudiaba su retrato en el marco de plata, de mediana estatura y hombros fuertes, el pelo rí gido y gris, la piel verdosa por la luz del monitor, el rostro noble y sereno. ¡ Ichimei! Le pareció que Alma abrí a los ojos y repetí a el nombre, pero no estaba segura y comprendió que en esa despedida debí an estar solos. Se levantó con prudencia, para no molestarlos, y se deslizó fuera de la habitació n, cerrando la puerta a sus espaldas. Esperó en el pasillo, paseando para desentumecer las piernas dormidas, bebió dos vasos de agua de la fuente cerca del ascensor, despué s regresó a su puesto de centinela junto a la puerta de Alma.

A las cuatro de la madrugada llegó la enfermera de turno, una negra grande que olí a a pan fragante, y se encontró con Irina bloqueando la entrada. «Por favor, dé jelos solos un rato má s», le suplicó la joven y procedió a hablarle atropelladamente del amante que habí a acudido a acompañ ar a Alma en ese ú ltimo trance. No podí an interrumpirlos. «A esta hora no hay visitantes», replicó la enfermera, extrañ ada, y sin má s apartó a Irina y abrió la puerta. Ichimei se habí a ido y el aire de la habitació n estaba lleno de su ausencia.

Alma se habí a ido con é l.

Velaron en privado a Alma durante algunas horas en la mansió n de Sea Cliff, donde habí a vivido casi toda su vida. Su sencillo ataú d de pino fue colocado en el comedor de los banquetes, alumbrado por dieciocho velas en las mismas menorahs de plata maciza que la familia usaba en las celebraciones tradicionales. Aunque no eran observantes, los Belasco se ciñ eron a los ritos funerarios de acuerdo con las instrucciones del rabino. Alma habí a dicho en muchas ocasiones que querí a salir de la cama al cementerio, nada de ritos en la sinagoga. Dos mujeres piadosas del Chaves Kadisha lavaron el cuerpo y lo vistieron con la humilde mortaja de lino blanco sin bolsillos, que simboliza la igualdad en la muerte y el abandono de todos los bienes materiales. Irina, como una sombra invisible, participó en el duelo detrá s de Seth, que parecí a atontado de dolor, incré dulo ante el sú bito abandono de su abuela inmortal. Alguien de la familia estuvo junto a ella hasta el momento de llevá rsela al cementerio, para darle tiempo al espí ritu de desprenderse y despedirse. No hubo flores, que se consideran frí volas, pero ella llevó una gardenia al cementerio, donde el rabino dirigió una breve oració n: Dayan Ha’met, Bendito es el Juez de la Verdad. Bajaron el ataú d a la tierra, junto a la tumba de Nathaniel Belasco, y cuando los familiares se acercaron a cubrirlo con puñ ados de tierra, Irina dejó caer la gardenia sobre su amiga. Esa noche comenzó el shiva, los siete dí as de duelo y retiro. En un gesto inesperado, Larry y Doris le pidieron a Irina que se quedara con ellos para consolar a Seth. Como los demá s en la familia, Irina se puso un trozo de tela desgarrada, sí mbolo del duelo, en el pecho.

Al sé ptimo dí a, despué s de haber recibido a la fila de visitantes que llegaban a presentar sus condolencias todas las tardes, los Belasco recuperaron el ritmo habitual y cada uno volvió a sus vidas. Al cumplirse un mes del funeral, encenderí an una vela en nombre de Alma y al cabo de un añ o habrí a una ceremonia simple para poner una placa con su nombre en la tumba. Para entonces la mayor parte de la gente que la habí a conocido pensarí a poco en ella; Alma vivirí a en sus telas pintadas, en la memoria obsesiva de su nieto Seth y en los corazones de Irina Bazili y de Kirsten, quien nunca llegarí a a comprender dó nde se habí a ido. Durante el shiva, Irina y Seth aguardaron con impaciencia que se presentara Ichimei Fukuda, pero transcurrieron los siete dí as sin verlo.

Lo primero que hizo Irina despué s de esa semana de duelo ritual fue ir a Lark House a recoger las cosas de Alma. Habí a obtenido permiso de Hans Voigt para ausentarse por unos dí as, pero pronto debí a reincorporarse al trabajo. El apartamento estaba tal cual lo dejó Alma, porque Lupita Farí as decidió no hacer aseo hasta que la familia lo abandonara. Los escasos muebles, comprados para ese espacio reducido con á nimo utilitario, má s que decorativo, irí an a dar a la Tienda de los Objetos Olvidados, excepto el silló n color albaricoque, donde habí an transcurrido los ú ltimos añ os del gato, que Irina decidió dar a Cathy porque siempre le habí a gustado. Puso la ropa en maletas, los pantalones anchos, las tú nicas de lino, los chalecos largos de lana de vicuñ a, las bufandas de seda, preguntá ndose quié n heredarí a todo eso, deseando ser alta y fuerte como Alma para usar su ropa, ser como ella para pintarse los labios rojos y perfumarse con su colonia viril de bergamota y naranja. El resto lo puso en cajas, que el chofer de los Belasco recogerí a má s tarde. Allí estaban los á lbumes que resumí an la vida de Alma, documentos, algunos libros, el cuadro lú gubre de Topaz y muy poco má s. Se dio cuenta de que Alma habí a preparado su partida con la seriedad que la caracterizaba, se habí a desprendido de lo superfluo para quedarse só lo con lo indispensable, habí a puesto en orden sus pertenencias y sus recuerdos. En la semana del shiva Irina habí a tenido tiempo de llorarla, pero en esa tarea de acabar con su presencia en Lark House volvió a despedirse; fue como enterrarla de nuevo. Acongojada, se sentó en medio de las cajas y maletas y abrió el bolso que Alma siempre llevaba en sus escapadas, que la policí a recuperó del Smartcar destrozado y que ella trajo del hospital. Dentro estaban sus camisas finas, su loció n, sus cremas, un par de mudas y el retrato de Ichimei en el marco de plata. El vidrio estaba partido. Con cuidado retiró los pedazos y sacó la fotografí a, despidié ndose tambié n de ese enigmá tico amante. Y entonces le cayó en el regazo una carta, que Alma habí a guardado detrá s de la fotografí a.

En eso estaba, cuando alguien empujó la puerta entreabierta y asomó tí midamente la cabeza. Era Kirsten. Irina se puso de pie y la mujer la abrazó con el entusiasmo que siempre poní a en sus saludos.

—¿ Dó nde está Alma? —preguntó.

—En el cielo —fue la ú nica respuesta que se le ocurrió a Irina.

—¿ Cuá ndo vuelve?

—No va a volver, Kirsten.

—¿ Nunca má s?

—No.

Una sombra de tristeza o preocupació n pasó fugazmente por el rostro inocente de Kirsten. Se quitó los lentes, los limpió con el borde de su camiseta, volvió a poné rselos y acercó la cara a Irina, para verla mejor.

—¿ Prometes que no va a volver?

—Te lo prometo. Pero aquí tienes muchos amigos, Kirsten, todos te queremos mucho.

La mujer le hizo una señ a de que esperara y se alejó por el pasillo con su bamboleo de pies planos en direcció n a la casa del magnate del chocolate, donde estaba la clí nica del dolor. Regresó a los quince minutos con su mochila a la espalda, jadeando por la prisa, que su corazó n demasiado grande no soportaba bien. Cerró la puerta del apartamento, le puso el cerrojo, corrió las cortinas con sigilo y le hizo a Irina el gesto de callar con un dedo en los labios. Finalmente le pasó su mochila y aguardó con las manos en la espalda y una sonrisa de complicidad, balanceá ndose en los talones. «Para ti», le dijo.

Irina abrió la mochila, vio los paquetes sujetos con elá sticos y supo de inmediato que eran las cartas que Alma habí a recibido regularmente y que tanto habí an buscado Seth y ella, las cartas de Ichimei. No estaban perdidas para siempre en la caja de seguridad de un banco, como habí an temido, sino en el lugar má s seguro del mundo, la mochila de Kirsten. Irina comprendió que Alma, al verse moribunda, habí a relevado a Kirsten de la responsabilidad de guardarlas y le indicó a quié n entregá rselas. ¿ Por qué a ella? ¿ Por qué no a su hijo o a su nieto, sino a ella? Lo interpretó como el mensaje pó stumo de Alma, su manera de decirle cuá nto la querí a, cuá nto confiaba en ella. Sintió que algo dentro del pecho se le rompí a con el sonido de un cá ntaro de greda al quebrarse y su corazó n agradecido crecí a, se ensanchaba, palpitaba como una ané mona translú cida en el mar. Ante esa prueba de amistad se supo respetada como en los tiempos de la inocencia; los engendros de su pasado empezaron a retroceder y el espantoso poder de los ví deos de su padrastro se fue reduciendo a su dimensió n real: carroñ a para seres anó nimos, sin identidad ni alma, impotentes.

—Dios mí o, Kirsten. Imagí nate, llevo má s de media vida con miedo de nada.

—Para ti —repitió Kirsten, señ alando el contenido de su mochila volcado en el suelo.

Esa tarde, cuando Seth regresó a su apartamento, Irina le echó los brazos al cuello y lo besó con una alegrí a nueva, que en esos dí as de duelo parecí a poco apropiada.

—Tengo una sorpresa para ti, Seth —le anunció.

—Yo tambié n. Pero dame la tuya primero.

Impaciente, Irina lo guió a la mesa de granito de la cocina, donde estaban los paquetes de la mochila.

—Son las cartas de Alma. Te estaba esperando para abrirlas.

Los paquetes estaban marcados del uno al once. Contení an diez sobres cada uno, excepto el primero, con seis cartas y algunos dibujos. Se sentaron en el sofá y les echaron una ojeada en el orden en que su dueñ a los habí a dejado. Eran ciento catorce misivas, algunas breves, otras má s extensas, unas má s informativas que otras, firmadas simplemente Ichi. Las del primer sobre, escritas a lá piz en hojas de cuaderno, con letra infantil, eran de Tanforan y Topaz y estaban tan censuradas que se perdí a el significado. En los dibujos ya se vislumbraba el estilo depurado de trazos firmes del cuadro que habí a acompañ ado a Alma en Lark House. Se necesitarí an varios dí as para leer esa correspondencia, pero en el repaso somero que hicieron vieron que el resto de las cartas estaba fechado en distintos momentos a partir de 1969; eran cuarenta añ os de correspondencia irregular con una constante: eran mensajes de amor.

—Tambié n encontré una carta fechada en enero de 2010 detrá s del retrato de Ichimei. Pero todas estas cartas son antiguas y está n dirigidas a la casa de los Belasco en Sea Cliff. ¿ Dó nde está n las que recibió en Lark House en los ú ltimos tres añ os?

—Creo que son é stas, Irina.

—No te entiendo.

—Mi abuela coleccionó durante una vida las cartas de Ichimei que recibí a en Sea Cliff, porque allí vivió siempre. Despué s, cuando se trasladó a vivir a Lark House, comenzó a enviarse las cartas a sí misma cada cierto tiempo, una a una, en los sobres amarillos que tú y yo vimos. Las recibí a, las leí a y las atesoraba como si fueran frescas.

—¿ Por qué iba a hacer algo así, Seth? Alma estaba en sus cabales. Nunca dio muestras de senilidad.

—Eso es lo extraordinario, Irina. Lo hizo con plena consciencia y con sentido prá ctico para mantener viva la ilusió n del gran amor de su vida. Esa vieja, que parecí a hecha de material blindado, en el fondo era una incurable romá ntica. Estoy seguro de que tambié n se enviaba las gardenias semanales y que sus escapadas no eran con su amante; se iba sola a la cabañ a de Point Reyes a revivir los encuentros del pasado, a soñ arlos, ya que no podí a compartirlos con Ichimei.

—¿ Por qué no? Vení a de estar allí con é l cuando ocurrió el accidente. Ichimei fue al hospital a despedirse de ella, lo vi besarla, sé que se amaban, Seth.

—No puedes haberlo visto, Irina. Me extrañ ó que ese hombre no se diera por enterado del fallecimiento de mi abuela, ya que la noticia salió en los perió dicos. Si la querí a tanto como creemos, tendrí a que haberse presentado en el funeral o habernos dado sus condolencias en el shiva. Decidí buscarlo hoy mismo, querí a conocerlo y salir de algunas dudas sobre mi abuela. Fue muy fá cil, só lo tuve que presentarme en el vivero de los Fukuda.

—¿ Todaví a existe?

—Sí. Lo maneja Peter Fukuda, uno de los hijos de Ichimei. Cuando le dije mi apellido me recibió muy bien, porque sabí a de la familia Belasco, y fue a llamar a su madre, Delphine. La señ ora es muy amable y bonita, tiene uno de esos rostros asiá ticos que parecen no envejecer.

—Es la esposa de Ichimei. Alma nos contó que la conoció en el funeral de tu bisabuelo.

—No es la esposa de Ichimei, Irina, es la viuda. Ichimei murió de un infarto hace tres añ os.

—¡ Eso es imposible, Seth! —exclamó ella.

—Murió má s o menos en la é poca en que mi abuela se fue a vivir a Lark House. Tal vez ambas cosas está n relacionadas. Creo que esa carta de 2010, la ú ltima que Alma recibió, fue su despedida.

—¡ Yo vi a Ichimei en el hospital!

—Viste lo que deseabas ver, Irina.

—No, Seth. Estoy segura de que era é l. Esto es lo que sucedió: de tanto amar a Ichimei, Alma logró que viniera a buscarla.

 


8 de enero de 2010

¡ Qué exuberante y alborotado es el universo, Alma! Gira y gira. La ú nica constante es que todo cambia. Es un misterio que só lo podamos apreciarlo desde la quietud. Estoy viviendo una etapa muy interesante. Mi espí ritu contempla con fascinació n los cambios en mi cuerpo, pero esa contemplació n no es desde un punto distante, sino desde dentro. Mi espí ritu y mi cuerpo está n juntos en este proceso. Ayer me decí as que echas de menos la ilusió n de inmortalidad de la juventud. Yo no. Estoy disfrutando mi realidad de hombre maduro, por no decir viejo. Si me fuera a morir dentro de tres dí as, ¿ qué pondrí a en esos dí as? ¡ Nada! Me vaciarí a de todo menos del amor.

Hemos dicho muchas veces que amarnos es nuestro destino, nos amamos en vidas anteriores y seguiremos encontrá ndonos en vidas futuras. O tal vez no hay pasado ni futuro y todo sucede simultá neamente en las infinitas dimensiones del universo. En ese caso estamos juntos constantemente, para siempre.

Es fantá stico estar vivo. Todaví a tenemos diecisiete añ os, Alma mí a.

Ichi

 






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