Студопедия

Главная страница Случайная страница

Разделы сайта

АвтомобилиАстрономияБиологияГеографияДом и садДругие языкиДругоеИнформатикаИсторияКультураЛитератураЛогикаМатематикаМедицинаМеталлургияМеханикаОбразованиеОхрана трудаПедагогикаПолитикаПравоПсихологияРелигияРиторикаСоциологияСпортСтроительствоТехнологияТуризмФизикаФилософияФинансыХимияЧерчениеЭкологияЭкономикаЭлектроника






El patriarca






Larry Belasco pasó sus cuatro primeros añ os celebrado por sus abuelos y los empleados de la casa, cuidado como una orquí dea, con todos sus caprichos satisfechos. Ese sistema, que habrí a arruinado sin remedio el cará cter de un niñ o menos centrado, lo hizo amable, servicial y poco amante de la bulla. Su temperamento apacible no cambió cuando en 1962 murió su abuelo Isaac, uno de los dos pilares que sostení an el universo de fantasí a donde habí a vivido hasta ese momento. La salud de Isaac habí a mejorado cuando nació su nieto favorito. «Por dentro tengo veinte añ os, Lillian, ¿ qué diablos le pasó a mi cuerpo?». Tení a energí a para sacar de paseo a diario a Larry, le enseñ aba los secretos botá nicos de su jardí n, jugaba a gatas en el suelo con é l y le compraba las mascotas que é l mismo habí a deseado de chico: un loro bochinchero, peces en un acuario, un conejo, que desapareció para siempre entre los muebles apenas Larry abrió la jaula, y un perro orejudo, el primero de varias generaciones de cocker spaniels, que la familia tendrí a en los añ os venideros. Los mé dicos carecí an de explicació n para la notable mejorí a de Isaac, pero Lillian la atribuí a a las artes curativas y las ciencias esoté ricas en las que habí a llegado a ser experta. Esa noche a Larry le tocaba dormir en la cama de su abuelo, despué s de un dí a feliz. Habí a pasado la tarde en el parque del Golden Gate en un caballo alquilado, su abuelo en la silla de montar y é l delante, seguro entre sus brazos. Regresaron colorados de sol, olorosos a sudor y entusiasmados con la idea de comprar un caballo y un poni para cabalgar juntos. Lillian los esperaba con la parrilla del jardí n lista para asar salchichas y malvaviscos, la cena preferida del abuelo y el nieto. Despué s le dio un bañ o a Larry, lo acostó en la pieza de su marido y le leyó un cuento hasta que se durmió. Se tomó su copita de jerez con tintura de opio y se fue a su cama. Despertó a las siete de la mañ ana con la manita de Larry sacudié ndola de un hombro. «Mami, mami, el papi se cayó». Encontraron a Isaac tirado en el bañ o. Se requirió el esfuerzo combinado de Nathaniel y el chofer para mover el cuerpo helado y rí gido, que se habí a vuelto de plomo, y tenderlo sobre la cama. Quisieron evitarle el espectá culo a Lillian, pero ella los empujó a todos fuera de la pieza, cerró la puerta y no volvió a abrirla hasta que terminó de lavar lentamente a su marido y frotarlo con loció n y colonia, pasando revista a cada detalle de ese cuerpo que conocí a mejor que el propio y que tanto amaba, sorprendida de que no hubiera envejecido nada; se mantení a tal cual ella lo habí a visto siempre, era el mismo joven alto y fuerte que podí a levantarla en brazos rié ndose, bronceado por su trabajo en el jardí n, con su abundante melena negra de los veinticinco añ os y sus hermosas manos de hombre bueno. Cuando abrió la puerta de la habitació n estaba serena. La familia temió que sin é l Lillian se secarí a de pena en poco tiempo, pero ella les demostró que la muerte no es un impedimento insalvable para la comunicació n entre quienes se aman de verdad.

Añ os má s tarde, en la segunda sesió n de psicoterapia, cuando su mujer amenazaba con abandonarlo, Larry evocarí a esa imagen de su abuelo derrumbado en el bañ o como el momento má s significativo de su infancia, y la imagen de su padre amortajado como el fin de su juventud y el aterrizaje forzoso en la madurez. Tení a cuatro añ os en el primer evento y veintisé is en el segundo. El psicó logo le preguntó, con un dejo de duda en la voz, si tení a otros recuerdos de los cuatro añ os y Larry recitó desde los nombres de cada uno de los empleados de la casa y de las mascotas, hasta los tí tulos de cuentos que le leí a su abuela y el color de la bata que llevaba puesta cuando se volvió ciega, horas despué s del fallecimiento de su marido. Esos primeros cuatro añ os bajo el amparo de sus abuelos fue la é poca má s dichosa de su existencia y atesoraba los detalles.

A Lillian le diagnosticaron ceguera temporal histé rica, pero ninguno de los dos adjetivos resultó cierto. Larry fue su lazarillo hasta que entró al jardí n de infancia, a los seis añ os, y despué s ella se las arregló sola, porque no quiso depender de otra persona. Conocí a de memoria la casa de Sea Cliff y lo que contení a, se desplazaba con aplomo y hasta incursionaba en la cocina a hornear galletas para su nieto. Ademá s, Isaac la llevaba de la mano, como ella aseguraba, medio en broma medio en serio. Para complacer al invisible marido, empezó a vestirse só lo de lila, porque ese color llevaba cuando lo conoció en 1914, y porque eso resolví a el problema de escoger a ciegas la ropa cada dí a. No permitió que la trataran como a una invá lida ni dio muestras de sentirse aislada por la falta de oí do y visió n. Segú n Nathaniel, su madre tení a olfato de perro perdiguero y radar de murcié lago para orientarse y reconocer a la gente. Hasta que Lillian murió, en 1973, Larry recibió amor incondicional y, segú n el psicó logo que lo salvó del divorcio, no podí a esperar ese amor de su esposa; en el matrimonio no hay nada incondicional.

El vivero de flores y plantas de interior de los Fukuda figuraba en la guí a de telé fonos y cada cierto tiempo Alma comprobaba que seguí a en la misma direcció n, pero nunca cedió a la curiosidad de llamar a Ichimei. Le habí a costado mucho recuperarse del amor frustrado y temí a que si oyera su voz por un instante volverí a a naufragar en la misma pasió n obstinada de antes. En los añ os transcurridos desde entonces sus sentidos se habí an adormilado; junto con superar la obsesió n por Ichimei, habí a trasladado a sus pinceles la sensualidad que tuvo con é l y nunca con Nathaniel. Eso cambió en el segundo funeral de su suegro, cuando distinguió entre la enorme multitud el rostro inconfundible de Ichimei, quien se mantení a igual al joven que ella recordaba. Ichimei siguió al cortejo acompañ ado por tres mujeres, dos que Alma reconoció vagamente, aunque no las habí a visto en muchos añ os, y una muchacha que destacaba, porque no iba vestida de negro riguroso, como el resto de la concurrencia. El pequeñ o grupo se mantuvo a cierta distancia, pero al terminar la ceremonia, cuando la gente empezaba a dispersarse, Alma se desprendió del brazo de Nathaniel y los siguió a la avenida, donde estaban alineados los coches. Los detuvo gritando el nombre de Ichimei y los cuatro se volvieron.

—Señ ora Belasco —dijo Ichimei a modo de saludo, incliná ndose formalmente.

—Ichimei —repitió ella, paralizada.

—Mi madre, Heideko Fukuda, mi hermana Megumi Anderson y mi esposa, Delphine —dijo é l.

Las tres mujeres saludaron incliná ndose. Alma sintió un espasmo brutal en el estó mago y se le atascó el aire en el pecho, mientras examinaba sin disimulo a Delphine, quien no lo percibió, porque tení a la vista en el suelo, por respetuosa cortesí a. Era joven, bonita, fresca, sin el recargado maquillaje de moda, vestida de gris perla, con un traje de falda corta y un sombrero redondo, al estilo de Jacqueline Kennedy, y con el mismo peinado de la Primera Dama. Su atuendo era tan americano que su rostro asiá tico resultaba incongruente.

—Gracias por haber venido —logró balbucear Alma cuando recuperó la respiració n.

—Don Isaac Belasco fue nuestro benefactor, le estaremos agradecidos siempre. Por é l pudimos volver a California, é l financió el vivero y nos ayudó a salir adelante —dijo Megumi, emocionada.

Alma ya lo sabí a, porque se lo habí an contado Nathaniel e Ichimei, pero la solemnidad de esa familia le reiteró la certeza de que su suegro habí a sido un hombre excepcional. Lo quiso má s de lo que hubiera querido a su padre, si la guerra no se lo hubiera quitado. Isaac Belasco era lo opuesto de Baruj Mendel, bondadoso, tolerante y siempre dispuesto a dar. El dolor de haberlo perdido, que hasta ese momento no habí a sentido completamente, porque andaba anonadada, como todos en la familia Belasco, la golpeó de frente. Se le humedecieron los ojos, pero se tragó las lá grimas y el sollozo que pugnaban por escapá rsele desde hací a dí as. Notó que Delphine la observaba con la misma intensidad con que ella lo habí a hecho unos minutos antes. Creyó ver en los ojos lí mpidos de la mujer una expresió n de inteligente curiosidad, como si supiera exactamente el papel que ella habí a desempeñ ado en el pasado de Ichimei. Se sintió expuesta y un poco ridí cula.

—Nuestras má s sinceras condolencias, señ ora Belasco —dijo Ichimei, tomando nuevamente el brazo de su madre para seguir.

—Alma. Todaví a soy Alma —murmuró ella.

—Adió s, Alma —dijo é l.

Esperó durante dos semanas que Ichimei se pusiera en contacto con ella; examinaba el correo con ansiedad y se sobresaltaba cada vez que repicaba el telé fono, imaginando mil excusas para ese silencio, menos la ú nica razonable: estaba casado. Se negó a pensar en Delphine, pequeñ a, delgada, fina, má s joven y bonita que ella, con su mirada inquisitiva y mano enguantada en el brazo de Ichimei. Un sá bado se fue en su coche a Martí nez, con grandes lentes de sol y un pañ uelo de cabeza. Pasó tres veces frente al negocio de los Fukuda, pero no se atrevió a bajarse. Al segundo lunes no pudo soportar má s el tormento del anhelo y llamó al nú mero que, de tanto verlo en la guí a de telé fonos, habí a memorizado. «Fukuda, Flores y Plantas de Interior, ¿ en qué podemos servirle?». Era una voz de mujer y Alma no tuvo dudas de que pertenecí a a Delphine, aunque ella no habí a dicho ni una palabra la ú nica ocasió n en que estuvieron juntas. Alma colgó el auricular. Volvió a llamar varias veces, rogando para que respondiera Ichimei, pero siempre salí a la voz cordial de Delphine y ella colgaba. En una de esas llamadas las dos mujeres esperaron en la lí nea durante casi un minuto, hasta que Delphine preguntó suavemente: «¿ En qué puedo servirle, señ ora Belasco?». Espantada, Alma colgó de golpe el telé fono y juró renunciar para siempre a comunicarse con Ichimei. Tres dí as despué s el correo le trajo un sobre escrito con la caligrafí a en tinta negra de Ichimei. Se encerró en su pieza, con el sobre apretado contra el pecho, temblando de angustia y esperanza.

En la carta, Ichimei le daba nuevamente el pé same por Isaac Belasco y le revelaba su emoció n al volver a verla despué s de tantos añ os, aunque sabí a de sus é xitos en su trabajo y de su filantropí a y habí a visto a menudo su fotografí a en los perió dicos. Le contaba que Megumi era matrona, estaba casada con Boyd Anderson y tení a un niñ o, Charles, y que Heideko habí a ido a Japó n un par de veces, donde aprendió el arte del ikebana. En el ú ltimo pá rrafo decí a que se habí a casado con Delphine Akimura, japonesa-americana de segunda generació n como é l. Delphine tení a un añ o cuando su familia fue internada en Topaz, pero é l no recordaba haberla visto allí, se conocieron mucho despué s. Era maestra, pero habí a dejado la escuela para dirigir el vivero, que bajo su direcció n habí a prosperado; pronto abrirí an una tienda en San Francisco. Se despedí a sin indicar la posibilidad de que se encontraran o que esperaba recibir respuesta. No habí a ninguna referencia al pasado que habí an compartido. Era una carta informativa y formal, sin los giros poé ticos o divagaciones filosó ficas de otras que ella habí a recibido durante la breve temporada de sus amores, ni siquiera traí a uno de sus dibujos, que a veces acompañ aban a sus misivas. El ú nico alivio de Alma al leerla fue que no hací a menció n a sus llamadas telefó nicas, que sin duda Delphine le habrí a comentado. La interpretó como lo que era: una despedida y una advertencia tá cita de que Ichimei no deseaba má s contacto.

En la cotidianidad de los siete añ os siguientes se fue la vida sin hitos significativos para Alma. Sus viajes, interesantes y frecuentes, acabaron por mezclarse en su memoria como una sola aventura de Marco Polo, como decí a Nathaniel, quien nunca demostró el menor resentimiento por las ausencias de su mujer. Se sentí an tan visceralmente có modos el uno con el otro como gemelos que nunca se hubieran separado. Podí an adivinarse el pensamiento, adelantarse a los estados de á nimo o los deseos del otro, terminar la frase que el otro comenzaba. Su cariñ o era incuestionable, no valí a la pena hablar de eso, se daba por sentado, como su amistad extraordinaria. Compartí an las obligaciones sociales, el gusto por el arte y la mú sica, el refinamiento de los buenos restaurantes, la colecció n de vinos que iban formando de a poco, la alegrí a de las vacaciones familiares con Larry. El chiquillo habí a resultado tan dó cil y afectuoso, que a veces sus padres se preguntaban si serí a del todo normal. Bromeaban en privado, lejos de los oí dos de Lillian, quien no admití a crí ticas a su nieto, que en el futuro Larry les iba a dar una sorpresa espantosa, se iba a meter en una secta o iba a asesinar a alguien; era imposible que fuera a pasar por la vida sin un solo sobresalto, como una marsopa satisfecha. Apenas Larry tuvo edad para apreciarlo, lo llevaron a ver el mundo en excursiones anuales inolvidables. Fueron a las islas Galá pagos, al Amazonas, a varios safaris por Á frica, que despué s Larry repetirí a con sus propios hijos. Entre los momentos má s má gicos de su infancia fue darle de comer en la mano a una jirafa en una reserva de Kenia, la larga lengua á spera y azul, los ojos dulces de pestañ as de ó pera, el intenso olor a pasto recié n podado. Nathaniel y Alma disponí an de su propio espacio en la gran casa de Sea Cliff, donde viví an como en un hotel de lujo, sin preocupaciones, porque Lillian se encargaba de mantener aceitada la maquinaria domé stica. La buena mujer seguí a inmiscuyé ndose en sus vidas y preguntando regularmente si acaso estaban enamorados, pero lejos de molestarles, esa peculiaridad de la abuela les parecí a encantadora. Si Alma estaba en San Francisco, los esposos se comprometí an a pasar un rato juntos por la noche para tomar un trago y contarse los pormenores del dí a. Celebraban los é xitos mutuos y ninguno de los dos hací a má s preguntas de las estrictamente necesarias, como si adivinaran que el delicado equilibrio de su relació n podrí a desbaratarse en un instante con una confidencia inadecuada. Aceptaban de buena gana que cada uno tuviera su mundo secreto y sus horas privadas, de las que no habí a obligació n de dar cuenta. Las omisiones no eran mentiras. Como entre ellos los encuentros amorosos eran tan poco frecuentes que se podí an considerar inexistentes, Alma imaginaba que su marido tení a otras mujeres, porque la idea de que viviera en castidad era absurda, pero Nathaniel habí a respetado el acuerdo de ser discreto y evitarle humillaciones. En cuanto a ella, se habí a permitido algunas infidelidades en los viajes, donde siempre habí a oportunidades, bastaba insinuarse y por lo general recibí a respuesta; pero esos desahogos le daban menos placer del esperado y la dejaban desconcertada. Estaba en edad de tener una vida sexual activa, pensaba, eso era tan importante para el bienestar y la salud como el ejercicio y una dieta equilibrada, no debí a permitir que el cuerpo se le secara. Con ese criterio, la sexualidad terminaba por ser otra tarea má s, en vez de un regalo para los sentidos. Para ella el erotismo requerí a tiempo y confianza, no se le daba fá cil en una noche de romance falso o acartonado con un desconocido a quien no volverí a a ver. En plena revolució n sexual, en la era del amor libertino, cuando en California se intercambiaban parejas y medio mundo se acostaba indiscriminadamente con la otra mitad, ella seguí a pensando en Ichimei. En má s de una ocasió n se preguntó si eso no serí a una excusa para tapar su frigidez, pero cuando por fin se reencontró con Ichimei no volvió a hacerse esa pregunta ni a buscar consuelo en brazos de extrañ os.

 


12 de septiembre de 1978

Me explicaste que de la quietud nace la inspiració n y del movimiento surge la creatividad. La pintura es movimiento, Alma, por eso me gustan tanto tus diseñ os recientes, parecen sin esfuerzo, aunque sé cuá nta quietud interior se requiere para dominar el pincel como tú lo haces. Me gustan especialmente tus á rboles otoñ ales que dejan caer sus hojas con gracia. Así deseo desprenderme de mis hojas en este otoñ o de la vida, con facilidad y elegancia. ¿ Para qué apegarnos a lo que vamos a perder de todos modos? Supongo que me refiero a la juventud, que ha estado tan presente en nuestras conversaciones.

El jueves te prepararé un bañ o con sales y algas marí timas, que me enviaron de Japó n.

Ichi

 

 







© 2023 :: MyLektsii.ru :: Мои Лекции
Все материалы представленные на сайте исключительно с целью ознакомления читателями и не преследуют коммерческих целей или нарушение авторских прав.
Копирование текстов разрешено только с указанием индексируемой ссылки на источник.