Студопедия

Главная страница Случайная страница

Разделы сайта

АвтомобилиАстрономияБиологияГеографияДом и садДругие языкиДругоеИнформатикаИсторияКультураЛитератураЛогикаМатематикаМедицинаМеталлургияМеханикаОбразованиеОхрана трудаПедагогикаПолитикаПравоПсихологияРелигияРиторикаСоциологияСпортСтроительствоТехнологияТуризмФизикаФилософияФинансыХимияЧерчениеЭкологияЭкономикаЭлектроника






Los prisioneros






Durante el primer añ o en Topaz, Ichimei mandaba a menudo dibujos a Alma, pero despué s se fueron espaciando, porque los censores no daban abasto y tuvieron que poner lí mites a la correspondencia de los evacuados. Esos croquis, que Alma guardaba celosamente, fueron los mejores testimonios de esa etapa de la vida de los Fukuda: la familia apretada en el interior de una barraca; niñ os haciendo tareas escolares, de rodillas en el suelo con bancos por mesas; colas de gente frente a las letrinas; hombres jugando a las cartas; mujeres lavando ropa en grandes bateas. Las cá maras fotográ ficas de los prisioneros habí an sido confiscadas y los pocos que pudieron esconder las suyas no podí an revelar los negativos. Só lo se autorizaban fotografí as oficiales, optimistas, que reflejaran el trato humanitario y el ambiente relajado y alegre de Topaz: niñ os jugando al bé isbol, adolescentes bailando los ritmos de moda, todos cantando el himno nacional mientras izaban la bandera por la mañ ana, y por ningú n motivo las alambradas, las torres de vigilancia o los soldados con pertrechos de batalla. Sin embargo, uno de los guardias americanos se prestó para tomarles una foto a los Fukuda. Se llamaba Boyd Anderson y se habí a enamorado de Megumi, a quien vio por primera vez en el hospital, donde ella serví a de voluntaria y donde é l fue a dar despué s de herirse una mano abriendo una lata de carne mechada.

Anderson tení a veintitré s añ os, era alto y desteñ ido como sus antepasados suecos, de cará cter ingenuo y afable, uno de los pocos blancos que se habí a ganado la confianza de los evacuados. Una novia impaciente lo aguardaba en Los Á ngeles, pero cuando é l vio a Megumi con su albo uniforme, el corazó n le dio un brinco. Ella le limpió la herida, el mé dico se la cosió con nueve puntos, y ella se la vendó con precisió n profesional, sin mirarlo a la cara, mientras Boyd Anderson la observaba tan deslumbrado, que no sintió el dolor de la curació n. Desde ese dí a la rondaba con prudencia, porque no pretendí a abusar de su posició n de autoridad, pero sobre todo porque el cruce de razas estaba prohibido para los blancos y era repugnante para los japoneses. Megumi, con su cara de luna y su delicadeza para desplazarse por el mundo, podí a darse el lujo de elegir entre los muchachos má s deseables de Topaz, pero sintió la misma atracció n ilí cita por el guardia y se debatió con el mismo engendro del racismo, rogando al cielo para que terminara la guerra, su familia volviera a San Francisco y ella pudiera arrancarse esa pecaminosa tentació n del alma. Entretanto, Boyd rezaba para que la guerra no terminara nunca.

El 4 de julio hubo una fiesta en Topaz para celebrar el Dí a de la Independencia, tal como se habí a hecho seis meses antes para el Añ o Nuevo. En la primera ocasió n la fiesta habí a sido un fiasco, porque el campamento todaví a estaba en etapa de improvisació n y la gente no se habí a resignado a su condició n de prisioneros, pero en 1943 los evacuados se esmeraron en demostrar su patriotismo y los americanos su buena disposició n, a pesar de los remolinos de polvo y de un calor que ni las lagartijas soportaban. Se mezclaron en amable convivencia entre asados, banderas, tortas y hasta cerveza para los hombres, quienes por una vez podí an prescindir del asqueroso licor preparado clandestinamente con duraznos en conserva fermentados. A Boyd Anderson entre otros, le asignaron fotografiar las festividades, para callar a los reporteros de mala leche que denunciaban como inhumano el trato a la població n de origen japoné s. El guardia aprovechó para pedirles a los Fukuda que posaran. Despué s le dio una copia a Takao y otra, disimuladamente, a Megumi, mientras é l hizo ampliar la suya y recortó a Megumi del grupo familiar. Esa foto habrí a de acompañ arlo siempre; la llevaba en su billetera protegida con plá stico y con ella lo enterrarí an cincuenta y dos añ os má s tarde. En el grupo aparecí an los Fukuda frente a un edificio negro y chato: Takao, con los hombros derrotados y gesto adusto, Heideko, diminuta y desafiante, James de medio lado y de mala gana, Megumi en sus esplendorosos dieciocho añ os, e Ichimei, de once, flaco, con una mata de pelos erizados y costras en las rodillas.

En aquella fotografí a de la familia en Topaz, la ú nica que existí a, faltaba Charles. Ese añ o el hijo mayor de Takao y Heideko se habí a alistado en el ejé rcito, porque lo consideró su deber y no para escapar del encierro, como algunos jó venes que rechazaban la conscripció n decí an de los voluntarios. Entró al 442.o Regimiento de infanterí a, compuesto exclusivamente de Nisei. Ichimei le mandó a Alma un dibujo de su hermano, cuadrado ante la bandera, con un par de lí neas que no fueron censuradas, explicando que no le cupieron en la pá gina los otros diecisiete muchachos de uniforme que irí an a la guerra. Tení a tanta facilidad para el dibujo, que con pocos trazos logró reflejar la expresió n de tremendo orgullo de Charles, un orgullo que se remontaba al pasado remoto, a las generaciones anteriores de samurá is de su familia, que iban al campo de batalla convencidos de que no regresarí an, dispuestos a no rendirse jamá s y morir con honor; eso les daba un coraje sobrehumano. Al examinar el dibujo de Ichimei, como siempre hací a, Isaac Belasco le hizo ver a Alma la ironí a de que esos jó venes se prestaran para arriesgar sus vidas defendiendo los intereses del paí s que mantení a a sus familias internadas en campos de concentració n.

James Fukuda cumplió diecisiete añ os y el mismo dí a se lo llevaron entre dos soldados armados, sin darle razones a su familia, pero Takao y Heideko presentí an esa desgracia, porque su segundo hijo habí a sido difí cil desde que nació y un continuo problema desde que los internaron. Los Fukuda, como el resto de los evacuados en el paí s, habí an aceptado su situació n con filosó fica resignació n, pero James y otros Nisei, americanos-japoneses, protestaron siempre, primero violando las reglas si podí an, má s tarde incitando a la revuelta. Al comienzo, Takao y Heideko lo atribuyeron al cará cter explosivo del chico, tan diferente al de su hermano Charles, despué s a los desvarí os de la adolescencia y finalmente a las malas amistades. El director del campo les habí a advertido en má s de una ocasió n que no tolerarí a la conducta de James; lo castigaba en una celda por riñ as, insolencia y dañ os menores a la propiedad federal, pero ningú n cargo merecí a mandarlo preso. Aparte de los exabruptos de algunos Nisei adolescentes, como James, en Topaz reinaba un orden ejemplar, nunca hubo delitos serios; lo má s grave fueron las huelgas y protestas cuando un centinela mató a un anciano, que se habí a acercado demasiado a las alambradas y no oyó la orden de detenerse. El director tomaba en cuenta la juventud de James y se dejaba ablandar con las discretas maniobras de Boyd Anderson en su defensa.

El gobierno habí a emitido un cuestionario en el que la ú nica respuesta aceptable era sí. Todos los evacuados, a partir de los diecisiete añ os, debí an responderlo. Entre las preguntas capciosas se le exigí a lealtad a Estados Unidos, pelear en el ejé rcito donde lo mandaran, en el caso de los hombres, y en el cuerpo auxiliar, en el de las mujeres, y negar obediencia al emperador de Japó n. Para los Isei, como Takao, significaba renunciar a su nacionalidad sin tener derecho a obtener la americana, pero casi todos lo hicieron. Quienes se negaron a firmar, porque eran americanos y se sintieron insultados, fueron algunos jó venes Nisei. Los apodaron No-No, fueron calificados de peligrosos por el gobierno y condenados por la comunidad japonesa, que desde tiempos inmemorables aborrecí a el escá ndalo. James era uno de esos No-No. Su padre, profundamente avergonzado cuando lo arrestaron, se encerró en el cuarto de la barraca asignado a su familia y só lo salí a para usar la letrina comú n. Ichimei le llevaba la comida y despué s se poní a en cola por segunda vez, para comer é l. Heideko y Megumi, quienes tambié n sufrí an el bochorno causado por James, trataron de continuar con su vida habitual, soportando con la cabeza en alto los rumores malvados, las miradas reprobatorias de su gente y el hostigamiento de las autoridades del campo. Los Fukuda, incluso Ichimei, fueron interrogados varias veces, pero no fueron acosados en serio gracias a Boyd Anderson, quien habí a ascendido y los protegió como pudo.

—¿ Qué le va a pasar a mi hermano? —le preguntó Megumi.

—No sé, Megumi. Pueden haberlo enviado a Tule Lake, en California, o a Fort Leavenworth, en Kansas, eso es cosa del Departamento Federal de Prisiones. Supongo que no lo soltará n hasta que termine la guerra —respondió Boyd.

—Aquí andan diciendo que a los No-Nos los van a fusilar como espí as…

—No creas todo lo que oyes, Megumi.

Ese hecho alteró irremisiblemente el á nimo de Takao. Durante los primeros meses en Topaz habí a participado en la comunidad y llenado sus horas eternas cultivando huertos de vegetales y fabricando muebles tallados con la madera de embalaje, que conseguí a en la cocina. Cuando ya no cupo un mueble má s en el reducido espacio de la barraca, Heideko lo incitó a hacerlos para otras familias. Trató de obtener permiso para enseñ arles judo a los niñ os y se lo negaron; el jefe militar del campamento temió que plantara ideas subversivas en sus alumnos y pusiera en peligro la seguridad de los soldados. Secretamente, Takao siguió practicando con sus hijos. Viví a esperando que los liberaran, contaba los dí as, las semanas y los meses, marcá ndolos en el calendario. Pensaba sin cesar en la ilusió n abortada del criadero de flores y plantas con Isaac Belasco, en el dinero que habí a ahorrado y perdido, en la casa que habí a ido pagando por añ os, reclamada por el propietario. Dé cadas de esfuerzo, trabajo y cumplimiento del deber para terminar encerrado tras una alambrada, como un criminal, decí a, amargado. No era sociable. La muchedumbre, las inevitables colas, el ruido, la falta de privacidad, todo lo irritaba.

En cambio Heideko floreció en Topaz. Comparada con otras mujeres japonesas, era una esposa insubordinada, que se enfrentaba a su marido con los brazos en jarras, pero habí a vivido dedicada al hogar, los hijos y el pesado oficio de la agricultura, sin sospechar que dentro llevaba dormido al á ngel del activismo. En el campo de concentració n no tení a tiempo para la desesperació n o el aburrimiento, a toda hora andaba resolviendo problemas ajenos y forcejeando con las autoridades para conseguir lo aparentemente imposible. Sus hijos estaban cautivos y seguros tras la cerca, no tení a que vigilarlos, para eso habí a ocho mil pares de ojos y un contingente de las Fuerzas Armadas. Su mayor preocupació n era apuntalar a Takao para que no se desmoronara por completo; se le estaba acabando la inspiració n para darle tareas que lo mantuvieran ocupado y sin tiempo para pensar. Su marido habí a envejecido, se notaban mucho los diez añ os de diferencia de edad entre ellos. La promiscuidad forzosa de las barracas habí a puesto punto final a la pasió n que antes suavizaba las asperezas de la convivencia, el cariñ o se habí a trocado en exasperació n por parte de é l y paciencia por parte de ella. Por pudor ante los hijos, que compartí an la habitació n, procuraban no tocarse en su estrecha cama, así la relació n fá cil que habí an tenido se fue secando. Takao se encerró en el rencor, mientras Heideko descubrí a su vocació n de servicio y liderazgo.

Megumi Fukuda habí a recibido tres proposiciones de casamiento en menos de dos añ os y nadie se explicaba por qué las habí a rechazado, salvo Ichimei, que hací a de correo entre su hermana y Boyd Anderson. La muchacha querí a dos cosas en su vida, ser mé dico y casarse con Boyd, en ese orden. En Topaz terminó la secundaria sin el menor esfuerzo y se graduó con honores, pero la educació n superior estaba fuera de su alcance. En algunas universidades del este del paí s recibí an a un reducido nú mero de estudiantes de origen japoné s, escogidos entre los má s brillantes de los campos de concentració n, que tambié n podí an obtener ayuda financiera del gobierno, pero con el antecedente de James, una marca de oprobio para los Fukuda, ella no podí a optar. Tampoco podí a dejar a su familia; sin Charles, se sentí a responsable por su hermano menor y sus padres. Entretanto, practicaba en el hospital, junto a los mé dicos y enfermeras del campamento, reclutados entre los prisioneros. Su mentor era un mé dico blanco, un tal Frank Delillo, de cincuenta y tantos añ os, que olí a a sudor, tabaco y whisky, fracasado en su vida privada, pero competente y abnegado en su profesió n, que tomó a Megumi bajo su ala desde el primer dí a, cuando ella se presentó en el hospital con su falda plisada y su blusa almidonada a ofrecerse de aprendiz, como dijo. Ambos acababan de llegar a Topaz. Megumi empezó sacando bacinillas y lavando trastos, pero demostró tanta voluntad y aptitud, que rá pidamente Delillo la nombró su asistente.

—Voy a estudiar medicina cuando acabe la guerra —le anunció ella.

—Eso puede tardar má s de lo que tú puedes esperar, Megumi. Te advierto que te va a costar mucho ser mé dico. Eres mujer y ademá s japonesa.

—Soy americana, como usted —replicó ella.

—Bueno, como sea. No te muevas de mi lado y algo aprenderá s.

Megumi lo tomó al pie de la letra. Pegada a Frank Delillo acabó cosiendo heridas, entablillando huesos, curando quemaduras y asistiendo en partos; nada má s complicado, porque los casos graves se mandaban a los hospitales de Delta o Salt Lake City. Su trabajo la mantení a absorta diez horas al dí a, pero algunas noches procuraba juntarse un rato con Boyd Anderson, bajo el manto protector de Frank Delillo, la ú nica persona, aparte de Ichimei, que estaba en el secreto. A pesar de los riesgos, los enamorados pasaron dos añ os de amor clandestino, amparados por la suerte. La aridez del terreno no ofrecí a lugares donde ocultarse, aunque los jó venes Nisei se las arreglaban con ingeniosas disculpas para escapar de la vigilancia de los padres y las miradas intrusas. Sin embargo, é se no era el caso de Megumi, porque Boyd no podí a andar como un conejo entre los escasos matorrales disponibles con uniforme, casco y fusil. Los cuarteles, oficinas y alojamientos de los blancos, donde habrí an podido hacer un nido, estaban separados del campamento y ella no habrí a tenido acceso sin la divina intervenció n de Frank Delillo, quien no só lo le consiguió un permiso para pasar los controles, sino que ademá s se ausentaba convenientemente de su habitació n. Allí, entre el desorden y la mugre en que viví a Delillo, entre ceniceros llenos de colillas y botellas vací as, Megumi perdió su virginidad y Boyd ganó el cielo.

La afició n de Ichimei por la jardinerí a, inculcada por su padre, se agudizó en Topaz. Muchos de los evacuados, que se habí an ganado la vida en la agricultura, se propusieron desde el principio cultivar huertos, sin que el paisaje yermo y el clima implacable pudieran disuadirlos. Regaban a mano, contando las gotas de agua, y protegí an las plantas con toldos de papel en verano y hogueras en lo má s duro del invierno; así lograban arrancarle al desierto vegetales y fruta. Nunca faltaba comida en los comedores, se podí a llenar el plato y repetirse, pero sin la firme determinació n de esos campesinos la dieta habrí a consistido en productos envasados. Nada bueno para la salud puede crecer en un tarro, decí an. Ichimei asistí a a la escuela a las horas de clase y el resto del dí a lo empleaba en los huertos. Pronto su apodo de «dedos verdes» reemplazó a su nombre, porque todo lo que tocaba germinaba y crecí a. Por las noches, despué s de hacer cola dos veces en el comedor, una para su padre y otra para é l, encuadernaba meticulosamente cuentos y textos escolares, enviados por lejanos maestros para los pequeñ os Nisei. Era un chico servicial y pensativo, podí a pasar horas inmó vil mirando las montañ as moradas contra un cielo de cristal, perdido en sus pensamientos y emociones. Decí an de é l que tení a vocació n de monje y que en Japó n habrí a sido novicio en un monasterio zen. A pesar de que la fe Oomoto rechazaba el proselitismo, Takao predicó porfiadamente su religió n a Heideko y a sus hijos, pero el ú nico que la abrazó con fervor fue Ichimei, porque se acomodaba a su cará cter y con la idea que, desde muy niñ o, tení a de la vida. Practicaba Oomoto con su padre y con una pareja Isei de otra barraca. En el campo habí a servicios budistas y varias confesiones cristianas, pero só lo ellos pertenecí an a Oomoto; Heideko los acompañ aba a veces, sin mucha convicció n; Charles y James nunca se interesaron por las creencias de su padre, y Megumi, ante el horror de Takao y el asombro de Heideko, se convirtió al cristianismo. Lo atribuyó a un sueñ o revelador en que se le apareció Jesú s.

—¿ Có mo sabes que era Jesú s? —la increpó Takao, lí vido de ira.

—¿ Quié n má s anda por allí con una corona de espinas? —le contestó ella.

Tuvo que asistir a clases de religió n impartidas por un pastor presbiteriano y a una breve ceremonia privada de confirmació n, a la cual se presentaron solamente Ichimei, por curiosidad, y Boyd Anderson, conmovido hasta lo má s hondo por aquella prueba de amor. Naturalmente, el pastor dedujo que la conversió n de la chica tení a que ver má s con el guardia que con el cristianismo, pero no puso objeciones. Les dio su bendició n preguntá ndose mentalmente en qué rincó n del universo podrí a establecerse esa pareja.

 







© 2023 :: MyLektsii.ru :: Мои Лекции
Все материалы представленные на сайте исключительно с целью ознакомления читателями и не преследуют коммерческих целей или нарушение авторских прав.
Копирование текстов разрешено только с указанием индексируемой ссылки на источник.