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El peligro amarillo






Los Fukuda tapiaron las ventanas y pusieron un candado en la puerta de la calle. Habí an pagado el alquiler de todo el añ o, má s una cuota destinada a comprar la casa tan pronto pudieran ponerla a nombre de Charles. Regalaron lo que no pudieron o no quisieron vender, porque los especuladores les ofrecí an dos o tres dó lares por objetos que valí an veinte veces má s. Tuvieron muy pocos dí as para disponer de sus bienes, hacer una maleta por persona y lo que pudieran cargar, y presentarse a los buses de la vergü enza. Debí an internarse voluntariamente, de lo contrario serí an arrestados y se enfrentarí an a los cargos de espionaje y traició n en tiempo de guerra. Se unieron a otros cientos de familias, que se dirigí an a paso lento, vestidos con sus mejores ropas, las mujeres con sombrero, los hombres de corbata, los niñ os con botines de charol, hacia el Centro de Control Civil, donde habí an sido convocados. Se entregaban porque no habí a alternativa y porque así demostraban su lealtad a Estados Unidos y su repudio al ataque de Japó n. Era su contribució n al esfuerzo de la guerra, como decí an los dirigentes de la comunidad japonesa, y muy pocas voces se alzaron para contradecirlos. A los Fukuda les tocó el campo de Topaz, en una zona desé rtica de Utah, pero eso no lo sabrí an hasta septiembre; pasarí an seis meses esperando en un hipó dromo.

Los Isei, habituados a la discreció n, obedecieron las ó rdenes sin chistar, pero no pudieron impedir que algunos jó venes de la segunda generació n, Nisei, se rebelaran abiertamente; é sos fueron separados de sus familias y enviados a Tule Lake, el campo de concentració n má s riguroso, donde sobrevivirí an como criminales durante los añ os de la guerra. A lo largo de las calles los blancos eran testigos de esa desgarradora procesió n de personas que conocí an: los dueñ os del almacé n donde hací an sus compras diarias, los pescadores, jardineros y carpinteros con quienes trataban, los compañ eros de escuela de sus hijos, los vecinos. La mayorí a observaba en turbado silencio, pero no faltaron algunos insultos racistas y burlas malé volas. Dos tercios de los evacuados en esos dí as habí an nacido en el paí s, eran ciudadanos estadounidenses. Los japoneses esperaron horas en largas filas frente a las mesas de los agentes, que los inscribí an y les entregaban etiquetas para colgarse al cuello con el nú mero de identificació n, el mismo de sus bultos. Un grupo de cuá queros, opuestos a esa medida por considerarla racista y anticristiana, les ofrecí an agua, sá ndwiches y fruta.

Takao Fukuda iba a subir con su familia al bus cuando llegó Isaac Belasco con Alma de la mano. Habí a recurrido al peso de su autoridad para intimidar a los agentes y a los soldados que quisieron detenerle. Estaba hondamente alterado, porque no podí a menos que comparar lo que estaba sucediendo a pocas cuadras de su casa con lo que tal vez les habí a ocurrido a sus cuñ ados en Varsovia. Se abrió paso a empujones para abrazar estrechamente a su amigo y entregarle un sobre con dinero, que Takao intentó inú tilmente rechazar, mientras Alma se despedí a de Ichimei. «Escrí beme, escrí beme», fue lo ú ltimo que se dijeron los niñ os antes de que la triste culebra de autobuses emprendiera la marcha.

Al cabo de un trayecto que les pareció muy largo, aunque duró poco má s de una hora, los Fukuda llegaron al hipó dromo de Tanforan, en la ciudad de San Bruno. Las autoridades habí an cercado el recinto con alambre de espino, acondicionado a toda prisa los establos y construido barracas para albergar a ocho mil personas. La orden de evacuació n habí a sido tan precipitada que no hubo tiempo de terminar las instalaciones ni proveer a los campamentos con lo necesario. Se apagaron los motores de los vehí culos y los prisioneros comenzaron a descender, cargando niñ os y bultos, ayudando a los abuelos. Avanzaban mudos, en apretados grupos, vacilantes, sin entender los chillidos de los destemplados altoparlantes. La lluvia habí a convertido el suelo en un lodazal y empapaba a la gente y al equipaje.

Unos guardias armados separaron a los hombres de las mujeres para el control mé dico. Má s tarde fueron vacunados contra el tifus y el sarampió n. En las horas siguientes los Fukuda trataron de recuperar sus pertenencias entre montañ as de bultos en total confusió n y se instalaron en el establo vací o que les asignaron. Telas de arañ a colgaban del techo, habí a cucarachas, ratones y un palmo de polvo y paja en el suelo; el olor a los animales perduraba en el aire, mezclado con la creosota con que habí an intentado desinfectar. Contaban con un catre, un saco y dos frazadas del ejé rcito por persona. Takao, aturdido de fatiga y humillado hasta el ú ltimo resquicio del alma, se sentó en el suelo con los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos. Heideko se quitó el sombrero y los zapatos, se colocó sus chancletas, se arremangó y se dispuso a sacarle el mejor partido posible a la desgracia. No les dio tiempo a los hijos de lamentarse; primero los puso a montar los catres de campañ a y a barrer, despué s mandó a Charles y a James a recoger pedazos de tablas y palos, que habí a visto al llegar, restos de la improvisada construcció n, para fabricar unas repisas donde poner los escasos trastos de cocina que habí an llevado. A Megumi e Ichimei les encargó llenar los sacos con paja para hacer colchones, segú n las instrucciones recibidas, y ella se fue a recorrer las instalaciones, saludar a las otras mujeres y tomarles el pulso a los guardias y agentes del campo, que estaban tan desconcertados como los detenidos a su cargo, preguntá ndose cuá nto tiempo tendrí an que permanecer allí. Los ú nicos enemigos evidentes que Heideko detectó en su primera inspecció n fueron los traductores coreanos, que calificó de odiosos con los evacuados y zalameros con los oficiales americanos. Comprobó que las letrinas y duchas eran insuficientes y no tení an puertas; habí a cuatro bañ eras para las mujeres y el agua caliente no alcanzaba para todos. Se habí a abolido el derecho a la privacidad. Pero supuso que no pasarí an hambre, porque vio los camiones de provisiones y se enteró de que en los comedores servirí an tres comidas diarias a partir de esa misma tarde.

La cena consistió en papas, salchichas y pan, pero las salchichas se acabaron antes de que les llegara el turno a los Fukuda. «Vuelvan má s tarde», les sopló uno de los japoneses que serví a. Heideko y Megumi esperaron a que el comedor se desocupara y consiguieron una lata de picadillo de carne y má s papas, que se llevaron al cuarto de su familia. Esa noche, Heideko comenzó una lista mental de los pasos que habí a que seguir para que la estadí a en el hipó dromo fuera llevadera. En la lista figuraban en primer lugar la dieta y en el ú ltimo, entre paré ntesis, porque dudaba seriamente de que lo lograrí a, cambiar a los inté rpretes. No pegó ojo en toda la noche y con el primer rayo del amanecer que se coló por las rendijas del establo sacudió a su marido, que tampoco habí a dormido y seguí a inmó vil. «Aquí hay mucho que hacer, Takao. Necesitamos representantes para negociar con las autoridades. Ponte la chaqueta y ve a reunir a los hombres».

Los problemas empezaron de inmediato en Tanforan, pero antes de terminar la semana los evacuados se habí an organizado, habí an elegido por votació n democrá tica a sus representantes, entre los cuales se contaba Heideko Fukuda, que era la ú nica mujer, habí an registrado a los adultos por oficio y habilidad —maestros, agricultores, carpinteros, herreros, contadores, mé dicos…—, inaugurado una escuela sin lá pices ni cuadernos, y programado deportes y otras actividades para mantener ocupados a los jó venes, que se consumí an de frustració n y ocio. Se viví a en cola de dí a y de noche, cola para todo: la ducha, el hospital, la lavanderí a, los servicios religiosos, el correo y los tres turnos del comedor; siempre debí an echar mano de mucha paciencia para evitar tumultos y peleas. Habí a toque de queda, se pasaba lista de la gente dos veces al dí a y se prohibí a el uso de la lengua japonesa, algo imposible para los Isei. Para impedir que intervinieran los guardias, los mismos detenidos se encargaban de mantener el orden y controlar a los revoltosos, pero nadie podí a evitar los rumores que circulaban como torbellinos y a veces provocaban pá nico. La gente procuraba mantener la cortesí a, para que la estrechez, la promiscuidad y la humillació n fueran má s tolerables.

Seis meses má s tarde, el 11 de septiembre, comenzaron a trasladar a los detenidos en trenes. Nadie sabí a adó nde irí an. Despué s de un dí a y dos noches en trenes destartalados, sofocantes, con insuficientes excusados, sin luz en la noche, atravesando paisajes desolados que no reconocí an y que varios viajeros confundí an con Mé xico, se detuvieron en la estació n de Delta, en Utah. De allí siguieron en camiones y buses a Topaz, la Joya del Desierto, como habí an nombrado al campo de concentració n, posiblemente sin intenció n de ironí a. Los evacuados estaban medio muertos de fatiga, sucios y temblorosos, pero no habí an pasado hambre ni sed, porque les distribuyeron sá ndwiches y en cada vagó n habí a canastos con naranjas.

Topaz, a casi mil cuatrocientos metros de altura, era una horrenda ciudad de construcciones idé nticas y chatas, como una improvisada base militar, cercada de alambre de espino, con altas torres de control y soldados armados, en un paraje á rido y desamparado, azotado por el viento y atravesado por remolinos de polvo. Los otros campos de concentració n para japoneses, en el oeste del paí s, eran similares y siempre situados en zonas desé rticas, para desalentar cualquier intento de huida. No se vislumbraba un á rbol, ni un matorral, nada verde por ningú n lado. Só lo hileras de barracones oscuros extendié ndose hacia el horizonte hasta donde se perdí a la vista. Las familias se mantení an juntas, sin soltarse de las manos, para no perderse en la confusió n. Todos necesitaban usar las letrinas y nadie sabí a dó nde estaban. A los guardias les costó varias horas organizar a la gente, porque tampoco ellos entendí an las instrucciones, pero finalmente distribuyeron los alojamientos.

Los Fukuda, desafiando la polvareda que nublaba el aire y hací a difí cil respirar, encontraron su lugar. Cada barraca estaba dividida en seis unidades de cuatro por siete metros, una por familia, separadas por delgados tabiques de papel de alquitrá n; habí a doce barracas por bloque, cuarenta y dos bloques en total, cada uno de los cuales contaba con comedor, lavanderí a, duchas y excusados. El campo ocupaba un á rea enorme, pero los ocho mil evacuados viví an en poco má s de dos kiló metros cuadrados. Pronto los prisioneros descubrirí an que la temperatura oscilaba entre un calor de hoguera en verano y varios grados bajo cero en invierno. En verano, ademá s del calor terrible, debí an soportar el ataque sostenido de los mosquitos y las tormentas de polvo, que oscurecí an el cielo y abrasaban los pulmones. El viento soplaba por igual en cualquier é poca del añ o, arrastrando la fetidez de las aguas fecales que formaban un pantano a un kiló metro del campamento.

Tal como habí an hecho en el hipó dromo de Tanforan, los japoneses se organizaron rá pidamente en Topaz. En pocas semanas habí a escuelas, guarderí as infantiles, centros deportivos y un perió dico. Con pedazos de madera, piedras y restos de la construcció n creaban arte: hací an bisuterí a con conchas fosilizadas y huesos de durazno, rellenaban con trapos muñ ecas, hací an juguetes con palos. Formaron una biblioteca con libros donados, crearon compañ í as de teatro y bandas de mú sica. Ichimei convenció a su padre de que podí an plantar vegetales en cajones, a pesar del clima despiadado y la tierra alcalina. Eso animó a Takao y pronto otros lo imitaron. Varios Isei decidieron formar un jardí n decorativo y cavaron un hoyo, lo llenaron de agua y obtuvieron un estanque para deleite de los niñ os. Ichimei, con sus dedos má gicos, construyó un velero de madera que puso a flotar en el estanque y en menos de cuatro dí as habí a docenas de botecitos haciendo carreras. Las cocinas de cada sector estaban a cargo de los detenidos, que hací an prodigios con provisiones secas y en conserva, traí das de los pueblos má s cercanos, y má s tarde con los vegetales que lograron cosechar al añ o siguiente, regando las matas a cucharadas. No estaban acostumbrados a ingerir grasa ni azú car y muchos enfermaron, como Heideko habí a previsto. Las colas del retrete se extendí an por cuadras; era tanta la urgencia y la angustia, que ya nadie esperaba las sombras de la noche para paliar la falta de privacidad. Se taparon las letrinas con las heces de miles de pacientes y el rudimentario hospital, atendido por personal blanco y por mé dicos y enfermeras japoneses, no daba abasto.

Una vez que se terminaron los restos de madera para hacer muebles y se hubieron asignado tareas a quienes la impaciencia roí a los intestinos, la mayorí a de los evacuados se hundió en el tedio. Los dí as se hací an eternos en esa ciudad de pesadilla vigilada de cerca por aburridos centinelas en las torres y de lejos por las magní ficas montañ as de Utah, todos los dí as iguales, nada que hacer, colas y má s colas, esperar el correo, gastar las horas jugando a las cartas, inventar tareas de hormiga, repetir las mismas conversaciones, que iban perdiendo sentido a medida que se gastaban las palabras. Las costumbres ancestrales fueron desapareciendo, los padres y abuelos vieron diluirse su autoridad, los có nyuges estaban atrapados en una convivencia sin intimidad y las familias empezaron a desmigajarse. Ni siquiera podí an reunirse en torno a la mesa de la cena, se comí a en el bochinche de los comedores comunes. Por mucho que Takao insistiera en que los Fukuda se sentaran juntos, sus hijos preferí an hacerlo con otros muchachos de su edad y costaba sujetar a Megumi, quien se habí a transformado en una belleza de mejillas arreboladas y ojos centelleantes. Los ú nicos inmunes a los estragos de la desesperació n eran los niñ os, que andaban en manadas, ocupados en travesuras mí nimas y aventuras imaginarias fingiendo que estaban de vacaciones.

El invierno llegó pronto. Cuando comenzó a nevar, se entregó una estufa de carbó n a cada familia, que se convirtió en el centro de la vida social, y se distribuyó ropa militar en desuso. Esos uniformes verdes, desteñ idos y demasiado grandes, eran tan deprimentes como el paisaje helado y las barracas negras. Las mujeres empezaron a hacer flores de papel para sus viviendas. En las noches no habí a forma de combatir el viento, que arrastraba laminillas de hielo, se colaba silbando por las rendijas de las barracas y levantaba los tejados. Los Fukuda, como el resto, dormí an vestidos con todas sus prendas de ropa, envueltos en el par de frazadas que les habí an asignado y abrazados en los catres de campañ a para impartirse tibieza y consuelo. Meses despué s, en verano, dormirí an casi desnudos y amanecerí an cubiertos de arena color ceniza, fina como talco. Pero se sentí an afortunados, porque estaban juntos. Otras familias habí an sido separadas; primero se habí an llevado a los hombres a un campo de reubicació n, como los llamaron, y despué s les tocó a las mujeres y a los niñ os en otro; en algunos casos habrí an de pasar dos o tres añ os antes de que pudieran reunirse.

La correspondencia entre Alma e Ichimei sufrió tropiezos desde el comienzo. Las cartas se retrasaban semanas, no por culpa del correo sino por la demora de los funcionarios de Topaz, que no daban abasto para leer los centenares de cartas que se apilaban diariamente en sus mesas. Las de Alma, cuyo contenido no poní a en peligro la seguridad de Estados Unidos, pasaban í ntegras, pero las de Ichimei padecí an tales mordiscos de la censura, que ella debí a adivinar el sentido de las frases entre las barras de tinta negra. Las descripciones de las barracas, la comida, las letrinas, el trato de los guardias y hasta del clima, resultaban sospechosas. Por consejo de otros má s avezados en el arte de la decepció n, Ichimei salpicaba sus cartas de alabanzas a los americanos y exclamaciones patrió ticas, hasta que las ná useas lo hicieron desistir de esa tá ctica. Entonces optó por dibujar. Le habí a costado má s de lo normal aprender a leer y escribir, a los diez añ os no dominaba completamente las letras, que se le mezclaban sin consideració n por la ortografí a, pero siempre tuvo ojo certero y pulso firme para el dibujo. Sus ilustraciones pasaban la censura sin tropiezos y así se enteraba Alma de los pormenores de su existencia en Topaz como si los viera en fotografí as.

 


3 de diciembre de 1986

Ayer hablamos de Topaz y no te mencioné lo má s importante, Alma: no todo fue negativo. Tení amos fiestas, deporte, arte. Comí amos pavo el Dí a de Acció n de Gracias, decorá bamos las barracas por Navidad. De afuera nos mandaban paquetes con golosinas, juguetes y libros. Mi madre andaba siempre ocupada con nuevos planes, era respetada por todos, tambié n por los blancos. Megumi estaba enamorada y eufó rica con su trabajo en el hospital. Yo pintaba, plantaba en el huerto, arreglaba cosas descompuestas. Las clases eran tan cortas y fá ciles, que hasta yo sacaba buenas notas. Jugaba casi todo el dí a; habí a muchos niñ os y centenares de perros sin dueñ o, todos parecidos, de patas cortas y pelo duro. Los que sufrieron má s fueron mi padre y James.

Despué s de la guerra, la gente de los campos se distribuyó por el paí s. Los jó venes se independizaron, se acabó eso de vivir aislados en una mala imitació n de Japó n. Nos incorporamos a Amé rica.

Estoy pensando en ti. Cuando nos veamos te prepararé té y conversaremos.

Ichi

 

 







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