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Secretos






Al cabo de repetidas sú plicas de Irina y vacilaciones propias, Alma aceptó encabezar el Grupo de Desapego, que se le ocurrió a Irina al darse cuenta de lo angustiados que estaban los hué spedes de Lark House que se aferraban a sus posesiones, mientras aquellos que tení an menos viví an má s contentos. Habí a visto a Alma desprenderse de tantas cosas, que llegó a temer que tendrí a que prestarle su cepillo de dientes, por eso pensó en ella para animar al grupo. La primera reunió n iba a llevarse a cabo en la biblioteca. Se habí an inscrito cinco, entre ellos Lenny Beal, que se presentaron puntualmente, pero Alma no llegó. La esperaron quince minutos antes de que Irina fuera a llamarla. Encontró el apartamento vací o y una nota de Alma anunciando que se ausentarí a durante unos dí as y pidié ndole que se hiciera cargo de Neko. El gato habí a estado enfermo y no podí a quedarse solo. Estaba prohibido llevar animales a la vivienda de Irina y tuvo que meterlo de contrabando en una bolsa de mercado.

Esa noche Seth la llamó al celular para preguntar por su abuela, porque habí a pasado a verla a la hora de la cena, no la encontró y estaba preocupado; pensó que Alma no se habí a repuesto completamente del episodio en el cine. Irina le dijo que estaba en otra de sus citas amorosas y se habí a olvidado del compromiso; ella habí a pasado un mal rato con el Grupo de Desapego. Seth se habí a reunido con un cliente en el puerto de Oakland y en vista de que estaba cerca de Berkeley, invitó a Irina a comer sushi; le pareció la comida má s propicia para hablar del amante japoné s. Ella estaba en la cama con Neko jugando a Elder Scrolls V, su videojuego favorito, pero se vistió y salió. El restaurante era un remanso de paz oriental, todo de madera clara, con compartimentos separados por tabiques de papel de arroz, iluminado con globos rojos, cuyo cá lido resplandor invitaba a la calma.

—¿ Adó nde crees que va Alma cuando desaparece? —le preguntó Seth despué s de pedir la comida.

Ella le llenó de sake el pocillo de cerá mica. Alma le habí a dicho que lo correcto en Japó n era servir al compañ ero de mesa y esperar que alguien lo atienda a uno.

—A una hosterí a en Point Reyes, como a hora y cuarto de San Francisco. Son cabañ as rú sticas frente al agua, un sitio bastante retirado, con buen pescado y marisco, sauna, linda vista y habitaciones romá nticas. En esta é poca hace frí o, pero cada pieza tiene chimenea.

—¿ Có mo sabes todo esto?

—Por los recibos de la tarjeta de cré dito de Alma. Busqué la hosterí a en internet. Supongo que allí se encuentra con Ichimei. ¡ No pensará s ir a molestarla, Seth!

—¡ Có mo se te ocurre! Ella jamá s me lo perdonarí a. Pero podrí a mandar a uno de mis investigadores a echar una mirada…

—¡ No!

—No, claro que no. Pero admite que esto es inquietante, Irina. Mi abuela está dé bil, puede tener otro ataque como el del cine.

—Todaví a es dueñ a de su vida, Seth. ¿ Sabes algo má s sobre los Fukuda?

—Sí. Se me ocurrió preguntarle a mi papá y resulta que se acuerda de Ichimei.

Larry Belasco tení a doce añ os en 1970, cuando sus padres renovaron la casa de Sea Cliff y adquirieron el terreno vecino para ampliar el jardí n, que ya era vasto y nunca se habí a recuperado por completo de la helada primaveral que lo destruyó cuando murió Isaac Belasco y del abandono posterior. Segú n Larry, un dí a llegó un hombre de rasgos asiá ticos, con ropa de trabajo y una cachucha de bé isbol, que no quiso entrar en la casa con el pretexto de que tení a las botas embarradas. Era Ichimei Fukuda, dueñ o del vivero de flores y plantas que antes habí a tenido en sociedad con Isaac Belasco y ahora le pertenecí a. Larry intuyó que su madre y ese hombre se conocí an. Su padre dijo a Fukuda que é l ignoraba lo má s elemental sobre jardines y serí a Alma quien tomara las decisiones, lo que al chico le extrañ ó, porque Nathaniel dirigí a la Fundació n Belasco y al menos en teorí a sabí a mucho de jardines. Dado el tamañ o de la propiedad y los planes grandiosos de Alma, el proyecto tardó varios meses en completarse. Ichimei midió el terreno, examinó la calidad del suelo, la temperatura y la direcció n del viento, trazó rayas y nú meros en un bloc de dibujo, seguido de cerca por Larry, intrigado. Poco despué s llegó con un equipo de seis trabajadores, todos de su raza, y el primer camió n de materiales. Ichimei era un hombre tranquilo y de gestos mesurados, observaba cuidadosamente, nunca parecí a apresurado, hablaba poco y cuando lo hací a su voz era tan baja que Larry debí a acercarse para escucharlo. Rara vez iniciaba la conversació n o respondí a a preguntas sobre sí mismo, pero como notó su interé s, le hablaba de la naturaleza.

—Mi papá me dijo algo muy curioso, Irina. Me aseguró que Ichimei tiene aura —agregó Seth.

—¿ Qué?

—Aura, un halo invisible. Es un cí rculo de luz tras la cabeza, como los que tienen los santos en las pinturas religiosas. El de Ichimei es visible. Mi papá me dijo que no siempre se le podí a ver, só lo a veces, dependiendo de la luz.

—Está s bromeando, Seth…

—Mi papá no bromea, Irina. ¡ Ah! Otra cosa: el hombre debe de ser una especie de faquir, porque controla el pulso y su temperatura, puede calentar una mano como si ardiera de fiebre y congelar la otra. Ichimei se lo demostró a mi papá varias veces.

—¿ Eso te dijo Larry o lo está s inventando?

—Te prometo que me lo dijo. Mi padre es escé ptico, Irina, no cree en nada que no pueda comprobar por sí mismo.

Ichimei Fukuda terminó el proyecto y agregó como obsequio un pequeñ o jardí n japoné s, que diseñ ó para Alma, y despué s delegó en los otros jardineros. Larry lo veí a solamente cuando aparecí a cada temporada a supervisar. Se fijó en que nunca conversaba con Nathaniel, só lo con Alma, con quien mantení a una relació n formal, al menos delante de é l. Ichimei llegaba a la puerta de servicio con un ramo de flores, se quitaba los zapatos y entraba saludando con una breve inclinació n. Alma siempre lo estaba esperando en la cocina y respondí a al saludo de igual manera. Ella colocaba las flores en un jarró n, é l aceptaba una taza de té y durante un rato compartí an ese lento y silencioso ritual, una pausa en las vidas de ambos. Al cabo de un par de añ os, cuando Ichimei dejó de ir por Sea Cliff, su madre le explicó a Larry que se habí a ido de viaje a Japó n.

—¿ Serí an amantes en esa é poca, Seth? —le preguntó Irina.

—No puedo preguntarle eso a mi padre, Irina. Ademá s, no lo sabrí a. No sabemos casi nada de nuestros propios padres. Pero vamos a suponer que eran amantes en 1955, como le dijo mi abuela a Lenny Beal, se separaron cuando Alma se casó con Nathaniel, se reencontraron en 1962, y desde entonces está n juntos.

—¿ Por qué en 1962? —le preguntó Irina.

—Estoy suponiendo, Irina, no tengo certeza. Ese añ o murió mi bisabuelo Isaac.

Le narró los dos funerales de Isaac Belasco y có mo en ese momento se enteró la familia del bien que habí a hecho el patriarca a lo largo de su vida, de la gente que defendió gratis como abogado, del dinero que regaló o prestó a quienes pasaban apuros, de los niñ os ajenos que educó y las causas nobles que apoyó. Seth habí a descubierto que los Fukuda le debí an muchos favores a Isaac Belasco, lo respetaban y querí an, y dedujo que sin duda debieron de haber asistido a uno de los funerales. Segú n la leyenda familiar, poco antes de la muerte de Isaac, los Fukuda retiraron una espada antigua que habí an enterrado en Sea Cliff. Todaví a estaba la placa en el jardí n, que hizo colocar Isaac para marcar el sitio. Lo má s probable era que Alma e Ichimei se hubiesen reencontrado en ese momento.

—De 1955 a 2013 son cincuenta y tantos añ os, má s o menos lo que Alma le dijo a Lenny —calculó Irina.

—Si mi abuelo Nathaniel sospechaba que su mujer tení a un amante, fingió ignorarlo. En mi familia las apariencias importan má s que la verdad.

—¿ A ti tambié n?

—No. Yo soy la oveja negra. Con decirte que estoy enamorado de una chica pá lida como un vampiro de Moldavia.

—Los vampiros son de Transilvania, Seth.

3 de marzo de 2004

En estos dí as me he acordado mucho de don Isaac Belasco, porque mi hijo Mike cumplió cuarenta añ os y decidí entregarle la katana de los Fukuda; a é l le corresponde el deber de cuidarla. Tu tí o Isaac me llamó un dí a, a comienzos de 1962, para decirme que tal vez habí a llegado el momento de retirar la espada, que llevaba veinte añ os enterrada en el jardí n de Sea Cliff. Seguramente ya sospechaba que estaba muy enfermo y se acercaba su fin. Fuimos todos los que quedá bamos en nuestra familia, mi madre, mi hermana y yo. Nos acompañ ó Kemi Morita, la lí der espiritual de Oomoto. El dí a de la ceremonia en el jardí n, tú estabas de viaje con tu marido. Tal vez tu tí o escogió justamente esa fecha para evitar que tú y yo nos encontrá ramos. ¿ Qué sabí a é l de lo nuestro? Supongo que muy poco, pero era muy astuto.

Ichi

 

Mientras Irina acompañ aba el sushi con té verde, Seth bebió má s sake caliente del que podí a aguantar. El contenido del pocillo desaparecí a de un sorbo e Irina, distraí da con la conversació n, volví a a llená rselo. Ninguno de los dos se dio cuenta cuando el camarero, vestido de quimono azul con una bandana en la frente, les llevó otra botella. A la hora del postre —helados de caramelo—, Irina notó la expresió n beoda y suplicante de Seth, señ al de que habí a llegado el momento de despedirse, antes de que la situació n se pusiera incó moda, pero no podí a abandonarlo en el estado en que se hallaba. El camarero se ofreció para llamar a un taxi, pero é l lo rechazó. Salió a tropezones, apoyado en Irina, y afuera el aire frí o avivó el efecto del sake.

—Me parece que no debo conducir… ¿ Puedo pasar la noche contigo? —balbuceó con la lengua enredada.

—¿ Qué hará s con la moto? Aquí te la pueden robar.

—Al carajo con la moto.

Se fueron caminando diez cuadras hasta la pieza de Irina, lo que les tomó casi una hora porque Seth iba con paso de cangrejo. Ella habí a vivido en lugares peores, pero en compañ í a de Seth se avergonzó de ese caseró n destartalado y sucio. Compartí a su vivienda con catorce inquilinos hacinados en cuartos hechos con divisiones de madera aglomerada, algunos sin ventana o ventilació n. Era uno de los inmuebles regulados de Berkeley que los dueñ os no se molestaban en mantener porque no podí an subir la renta. De la pintura exterior quedaban manchones, las persianas se habí an desprendido de los goznes y en el patio se acumulaban objetos inservibles: neumá ticos rotos, pedazos de bicicletas, una taza de excusado color aguacate, que llevaba allí quince añ os. Por dentro olí a a una mezcla de incienso de pachulí y sopa rancia de coliflor. Nadie limpiaba los pasillos ni los bañ os comunes. Irina se duchaba en Lark House.

—¿ Por qué vives en esta pocilga? —le preguntó Seth, escandalizado.

—Porque es barata.

—Entonces eres mucho má s pobre de lo que yo me imaginaba, Irina.

—No sé qué te imaginabas, Seth. Casi todo el mundo es má s pobre que los Belasco.

Lo ayudó a quitarse los zapatos y lo empujó sobre el colchó n del suelo que serví a de cama. Las sá banas estaban limpias, como todo en esa habitació n, porque sus abuelos le habí an enseñ ado a Irina que la pobreza no es excusa para la mugre.

—¿ Qué es eso? —preguntó Seth, señ alando una campanilla en la pared, atada con un cordel que pasaba por un hueco hacia el cuarto vecino.

—Nada, no te preocupes.

—¿ Có mo nada? ¿ Quié n vive al otro lado?

—Tim, mi amigo de la cafeterí a, mi socio del negocio de bañ ar perros. A veces tengo pesadillas y si empiezo a gritar, é l tira del cordel, suena la campanilla y me despierto. Es un acuerdo que tenemos.

—¿ Sufres pesadillas, Irina?

—Claro. ¿ Tú no?

—No. Pero tengo sueñ os eró ticos, eso sí. ¿ Quieres que te cuente uno?

—Dué rmete, Seth.

En menos de dos minutos Seth le habí a obedecido. Irina dio su medicamento a Neko, se lavó con la jarra de agua y la palangana que tení a en un rincó n, se quitó los vaqueros y la blusa, se puso una gastada camiseta y se acurrucó pegada a la pared, separada de Seth por el gato. Le costó mucho dormirse, pendiente de la presencia del hombre a su lado, de los ruidos de la casa y del tufo a coliflor. El ú nico ventanuco al mundo exterior quedaba tan alto, que só lo se vislumbraba un pequeñ o cuadrilá tero de cielo. A veces la luna pasaba a saludar brevemente, antes de seguir su curso, pero é sa no era una de esas benditas noches.

Irina despertó con la poca luz de la mañ ana que entraba en su pieza y comprobó que Seth ya no estaba. Eran las nueve y ella deberí a haber salido hací a hora y media para ir a trabajar. Le dolí an la cabeza y todos los huesos, como si la resaca del sake se le hubiera contagiado por ó smosis.

 







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