Студопедия

Главная страница Случайная страница

Разделы сайта

АвтомобилиАстрономияБиологияГеографияДом и садДругие языкиДругоеИнформатикаИсторияКультураЛитератураЛогикаМатематикаМедицинаМеталлургияМеханикаОбразованиеОхрана трудаПедагогикаПолитикаПравоПсихологияРелигияРиторикаСоциологияСпортСтроительствоТехнологияТуризмФизикаФилософияФинансыХимияЧерчениеЭкологияЭкономикаЭлектроника






El amor






El añ o 1955 no fue só lo de esfuerzo y sudor para Ichimei. Fue tambié n el añ o de sus amores. Alma abandonó el proyecto de volver a Boston, convertirse en una segunda Vera Neumann y viajar por el mundo. Su ú nico propó sito en la vida era estar con Ichimei. Se encontraban casi todos los dí as al anochecer, cuando terminaban las faenas del campo, en un motel de carretera a nueve kiló metros de Martí nez. Alma siempre llegaba primero y pagaba la habitació n a un empleado pakistaní, que la escrutaba de pies a cabeza con profundo desprecio. Ella lo miraba a los ojos, orgullosa e insolente, hasta que el hombre bajaba la vista y le entregaba la llave. La escena se repetí a idé ntica de lunes a viernes.

En su casa, Alma anunció que estaba tomando clases vespertinas en la Universidad en Berkeley. Para Isaac Belasco, que se preciaba de ser de ideas avanzadas y que podí a hacer negocios o cultivar amistad con su jardinero, habrí a sido inaceptable que alguien de su familia tuviera relaciones í ntimas con uno de los Fukuda. En cuanto a Lillian, Alma se casarí a con un mensch de la colonia judí a, tal como lo habí an hecho Martha y Sarah, eso no se discutí a. El ú nico que estaba en el secreto de Alma era Nathaniel y tampoco lo aprobaba. Alma no le habí a hablado del hotel y é l no le habí a preguntado, porque preferí a no saber los detalles. No podí a seguir descalificando a Ichimei como una veleidad de su prima, de la cual se curarí a apenas volviera a verlo; pero esperaba que Alma comprendiera en algú n momento que no tení an nada en comú n. No se acordaba de la relació n que é l mismo tuvo con Ichimei en la infancia, excepto las clases de artes marciales en la calle Pine. Desde que é l empezó la secundaria y se terminaron las obras teatrales en el desvá n, lo habí a visto muy poco, aunque Ichimei iba a menudo a Sea Cliff para jugar con Alma. Cuando los Fukuda regresaron a San Francisco, estuvo con é l brevemente en un par de ocasiones, cuando le enviaba su padre a entregarle dinero para el vivero. No entendí a qué diablos veí a su prima en é l: era un tipo insustancial, pasaba sin dejar huella, lo opuesto al hombre fuerte y seguro de sí mismo, que podrí a manejar a una mujer tan complicada como Alma. Estaba seguro de que su opinió n sobre Ichimei serí a la misma aunque no fuera japoné s; la raza no tení a nada que ver, era una cuestió n de cará cter. A Ichimei le faltaban esas dosis de ambició n y agresividad necesarias en los hombres y que é l mismo debió desarrollar a fuerza de voluntad. Recordaba muy bien sus añ os del miedo, el tormento de la escuela, y el esfuerzo descomunal para estudiar una profesió n que requerí a una malignidad de la cual é l carecí a. Le estaba agradecido a su padre por inducirlo a seguir sus pasos, porque como abogado se habí a curtido, habí a adquirido piel de caimá n para valerse por sí solo y salir adelante. «Eso es lo que tú crees, Nat, pero no conoces a Ichimei y tampoco te conoces a ti mismo», le contestaba Alma, cuando é l le exponí a su teorí a sobre la masculinidad.

El recuerdo de los meses benditos en que se juntaba con Ichimei en aquel motel, donde no podí an apagar la luz por las cucarachas noctá mbulas que salí an de los rincones, sostuvieron a Alma en los añ os venideros, cuando intentó arrancarse el amor y el deseo con rigor extremo y reemplazarlos por la penitencia de la fidelidad. Con Ichimei descubrió las mú ltiples sutilezas del amor y del placer, desde la pasió n desenfrenada y urgente, hasta esos momentos sagrados en que la emoció n los elevaba y se quedaban inmó viles, tendidos frente a frente en la cama, mirá ndose a los ojos largamente, agradecidos de su suerte, humildes por haber tocado lo má s hondo de sus almas, purificados por haberse desprendido de todo artificio y yacer juntos totalmente vulnerables, en tal é xtasis que ya no podí an distinguir entre el gozo y la tristeza, entre la exaltació n de la vida y la tentació n dulce de morir allí mismo para no separarse má s. Aislada del mundo por la magia del amor, Alma podí a ignorar las voces interiores que la llamaban al orden y le exigí an prudencia advirtié ndole de las consecuencias. Só lo viví an para el encuentro del dí a, no habí a mañ ana ni ayer, só lo importaba ese cuarto insalubre con su ventana atascada, su olor a moho, sus sá banas gastadas y el ronquido perenne del aparato de ventilació n. Só lo existí an ellos dos, el primer beso anhelante al cruzar el umbral, antes de echar llave a la puerta, las caricias de pie, el despojarse de la ropa, que quedaba tirada donde cayera, los cuerpos desnudos, tré mulos, sentir el calor, el sabor y el olor del otro, la textura de la piel y del pelo, la maravilla de perderse en el deseo hasta la extenuació n, de dormitar abrazados por un momento y volver al placer renacido, a las bromas, las risas y las confidencias, al prodigioso universo de la intimidad. Los dedos verdes de Ichimei, capaces de devolver la vida a una planta agó nica o arreglar un reloj a ciegas, le revelaron a Alma su propia naturaleza encabritada y hambrienta. Se divertí a sorprendié ndolo, desafiá ndolo, vié ndole enrojecer abochornado y divertido. Ella era atrevida y é l era prudente, ella era ruidosa en el orgasmo, é l le tapaba la boca. A ella se le ocurrí a un rosario de palabras romá nticas, apasionadas, halagü eñ as y cochinas para soplarle al oí do o escribirle en urgentes misivas; é l mantení a la reserva propia de su cará cter y su cultura.

Alma se abandonó a la alegrí a inconsciente del amor. Se preguntaba có mo nadie percibí a el resplandor en su piel, la oscuridad sin fondo de sus ojos, la liviandad de su paso, la languidez en su voz, la ardiente energí a que no podí a ni querí a controlar. En esa é poca escribió en su diario que andaba flotando y sentí a burbujas de agua mineral en la piel, erizá ndole los vellos de gusto; que el corazó n se le habí a agrandado como un globo y se le iba a reventar, pero no cabí a nadie má s que Ichimei en ese inmenso corazó n inflado, el resto de la humanidad se habí a desdibujado; que se estudiaba desnuda frente al espejo imaginando que era Ichimei quien la observaba desde el otro lado del cristal, admirando sus piernas largas, sus manos fuertes, sus senos firmes de pezones oscuros, su vientre liso con una tenue lí nea de vellos negros del ombligo al pubis, sus labios pintados, su piel de beduina; que dormí a con la cara hundida en una camiseta de é l, impregnada de su aroma a jardinero, humus y sudor; que se tapaba los oí dos para evocar la voz lenta y suave de Ichimei, su risa vacilante, que contrastaba con la de ella, exagerada y bullanguera, sus consejos de cautela, sus explicaciones de plantas, sus palabras de amor en japoné s, porque en inglé s le parecí an insustanciales, sus exclamaciones deslumbradas ante los diseñ os que ella le mostraba y ante sus planes de imitar a Vera Neumann, sin detenerse ni por un instante a lamentar que é l mismo, que tení a verdadero talento, apenas habí a podido pintar cuando conseguí a un par de horas despué s del trabajo embrutecedor de la tierra, antes de que ella apareciera en su vida acaparando todo el tiempo libre y tragá ndose todo su aire. La necesidad de Alma de saberse amada era insaciable.

 







© 2023 :: MyLektsii.ru :: Мои Лекции
Все материалы представленные на сайте исключительно с целью ознакомления читателями и не преследуют коммерческих целей или нарушение авторских прав.
Копирование текстов разрешено только с указанием индексируемой ссылки на источник.