Студопедия

Главная страница Случайная страница

Разделы сайта

АвтомобилиАстрономияБиологияГеографияДом и садДругие языкиДругоеИнформатикаИсторияКультураЛитератураЛогикаМатематикаМедицинаМеталлургияМеханикаОбразованиеОхрана трудаПедагогикаПолитикаПравоПсихологияРелигияРиторикаСоциологияСпортСтроительствоТехнологияТуризмФизикаФилософияФинансыХимияЧерчениеЭкологияЭкономикаЭлектроника






Alma Belasco






La fantá stica herencia de Jacques Devine logró que Alma Belasco se fijara en Irina y una vez que se calmó la tempestad de habladurí as, la llamó. La recibió en su espartana vivienda, envarada con dignidad imperial en un pequeñ o silló n color albaricoque, con Neko, su gato atigrado, en la falda.

—Necesito una secretaria. Quiero que trabajes para mí —le planteó.

No era una propuesta, era una orden. Como Alma escasamente le devolví a el saludo si se cruzaban en un pasillo, a Irina la pilló por sorpresa. Ademá s, como la mitad de los residentes de la comunidad viví an modestamente de su pensió n, que a veces complementaban con ayuda de sus familiares, muchos debí an ceñ irse estrictamente a los servicios disponibles, porque incluso una comida extra podí a desbaratarles el exiguo presupuesto; nadie podí a darse el lujo de contratar una asistente personal. El espectro de la pobreza, como el de la soledad, rondaba siempre a los viejos. Irina le explicó que disponí a de poco tiempo, porque despué s de su horario en Lark House trabajaba en una cafeterí a y ademá s bañ aba perros a domicilio.

—¿ Có mo es eso de los perros? —le preguntó Alma.

—Tengo un socio que se llama Tim y es mi vecino en Berkeley. Tim tiene una ranchera en la que ha instalado dos bañ eras y una manguera larga; vamos a las casas de los perros, quiero decir, de los dueñ os de los perros, enchufamos la manguera y bañ amos a los clientes, o sea, los perros, en el patio o en la calle. Tambié n les limpiamos las orejas y les cortamos las uñ as.

—¿ A los perros? —preguntó Alma, disimulando la sonrisa.

—Sí.

—¿ Cuá nto ganas por hora?

—Veinticinco dó lares por perro, pero lo divido con Tim, o sea, me tocan doce cincuenta.

—Te tomaré a prueba, trece dó lares la hora, por tres meses. Si estoy conforme con tu trabajo, te subiré a quince. Trabajará s conmigo por las tardes, cuando termines en Lark House, dos horas diarias para comenzar. El horario puede ser flexible, dependiendo de mis necesidades y tu disponibilidad. ¿ Estamos?

—Podrí a dejar la cafeterí a, señ ora Belasco, pero no puedo dejar a los perros, que ya me conocen y me esperan.

En eso quedaron y así comenzó una asociació n que al poco tiempo iba a convertirse en amistad.

En las primeras semanas en su nuevo empleo, Irina andaba de puntillas y medio perdida, porque Alma Belasco demostró ser autoritaria en el trato, exigente en los detalles y vaga en sus instrucciones, pero pronto le perdió el miedo y se le hizo indispensable, como habí a llegado a serlo en Lark House. Irina observaba a Alma con fascinació n de zoó logo, como a una salamandra inmortal. La mujer no se parecí a a nadie que ella hubiera conocido y ciertamente a ninguno de los ancianos del segundo y tercer nivel. Era celosa de su independencia, carecí a de sentimentalismo y apego a lo material, parecí a liberada en sus afectos, con excepció n de su nieto Seth, y se sentí a tan segura de sí misma, que no buscaba apoyo en Dios ni en la azucarada beatitud de algunos hué spedes de Lark House, que se proclamaban espirituales y andaban pregonando mé todos para alcanzar un estado superior de consciencia. Alma tení a los pies bien firmes en el suelo. Irina supuso que su altivez era una defensa contra la curiosidad ajena y su sencillez, una forma de elegancia que pocas mujeres podí an imitar sin parecer descuidadas. Llevaba el cabello, blanco y duro, cortado en mechas desparejas, que peinaba con los dedos. Como ú nicas concesiones a la vanidad se pintaba los labios de rojo y usaba una fragancia masculina de bergamota y naranja; a su paso ese aroma fresco anulaba el vago olor a desinfectante, vejez y ocasionalmente a marihuana de Lark House. Era de nariz fuerte, boca orgullosa, huesos largos y manos sufridas de jornalero; tení a ojos castañ os, gruesas cejas oscuras y ojeras violá ceas, que le daban un aire insomne y que sus lentes de montura negra no ocultaban. Su aura enigmá tica imponí a distancia; ninguno de los empleados se dirigí a a ella en el tono paternalista que solí an usar con los otros residentes y nadie podí a jactarse de conocerla, hasta que Irina Bazili logró penetrar en la fortaleza de su intimidad.

Alma viví a con su gato en un apartamento con un mí nimo de muebles y objetos personales, y se trasladaba en el automó vil má s pequeñ o del mercado, sin respeto alguno por las leyes del trá nsito, que consideraba optativas (entre los deberes de Irina estaba pagar las multas). Era corté s por há bito de buenos modales, pero los ú nicos amigos que habí a hecho en Lark House eran Ví ctor, el jardinero, con quien pasaba ratos largos trabajando en los cajones alzados donde plantaban vegetales y flores, y la doctora Catherine Hope, ante quien simplemente no pudo resistirse. Tení a alquilado un estudio en un galpó n dividido por tabiques de madera, que compartí a con otros artesanos. Pintaba en seda, como habí a hecho durante sesenta añ os, pero ahora no lo hací a por inspiració n artí stica, sino para no morirse de aburrimiento antes de tiempo. Pasaba varias horas a la semana en su taller acompañ ada por Kirsten, su ayudante, a quien el sí ndrome de Down no impedí a cumplir con sus tareas. Kirsten conocí a las combinaciones de colores y los ú tiles que Alma empleaba, preparaba las telas, mantení a en orden el taller y limpiaba los pinceles. Ambas mujeres trabajaban en armoní a sin necesidad de palabras, adiviná ndose las intenciones. Cuando a Alma comenzaron a temblarle las manos y fallarle el pulso, contrató a un par de estudiantes para que copiaran en seda los dibujos que ella hací a en papel, mientras su fiel asistente los vigilaba con suspicacia de carcelero. Kirsten era la ú nica persona que se permití a saludar a Alma con abrazos o interrumpirla con besos y lengü etazos en la cara cuando sentí a el impulso de la ternura.

Sin proponé rselo en serio, Alma habí a obtenido fama con sus quimonos, tú nicas, pañ uelos y echarpes de diseñ os originales y colores atrevidos. Ella misma no los usaba, se vestí a con pantalones amplios y blusas de lino en negro, blanco y gris, trapos de indigente, segú n Lupita Farí as, quien no sospechaba el precio de aquellos trapos. Sus telas pintadas se vendí an en galerí as de arte a precios exorbitantes, que destinaba a la Fundació n Belasco. Sus colecciones estaban inspiradas en sus viajes por el mundo —animales del Serengueti, cerá mica otomana, escritura etí ope, jeroglí ficos incas, bajorrelieves griegos— y las renovaba en cuanto eran imitadas por sus competidores. Se habí a negado a vender su marca o colaborar con diseñ adores de moda; cada original suyo se reproducí a en nú mero limitado, bajo su severa supervisió n, y cada pieza salí a firmada por ella. En su apogeo llegó a tener medio centenar de personas trabajando para ella y habí a manejado una producció n considerable en un gran espacio industrial al sur de la calle Market en San Francisco. Nunca habí a hecho publicidad, porque no habí a tenido necesidad de vender algo para ganarse la vida, pero su nombre se habí a convertido en garantí a de exclusividad y excelencia. Al cumplir los setenta añ os decidió reducir su producció n, con grave detrimento para la Fundació n Belasco, que contaba con esos ingresos.

Creada en 1955 por su suegro, el mí tico Isaac Belasco, la fundació n se dedicaba a crear zonas verdes en barrios conflictivos. Esa iniciativa, cuya finalidad habí a sido má s que nada esté tica, ecoló gica y de recreació n, produjo imprevistos beneficios sociales. Donde aparecí a un jardí n, un parque o una plaza, disminuí a la delincuencia, porque los mismos pandilleros y adictos, que antes estaban dispuestos a matarse unos a otros por una papelina de heroí na o treinta centí metros cuadrados de territorio, se juntaban para cuidar ese rincó n de la ciudad que les pertenecí a. En algunos habí an pintado murales, en otros habí an levantado esculturas y juegos infantiles, en todos se reuní an artistas y mú sicos para entretener al pú blico. La Fundació n Belasco habí a sido dirigida en cada generació n por el primer descendiente masculino de la familia, una regla tá cita que la liberació n femenina no cambió, porque ninguna de las hijas se tomó la molestia de cuestionarla; un dí a le tocarí a a Seth, el bisnieto del fundador. É l no deseaba ese honor en absoluto, pero constituí a parte de su legado.

Alma Belasco estaba tan acostumbrada a mandar y mantener distancias e Irina tan acostumbrada a recibir ó rdenes y ser discreta que nunca habrí an llegado a estimarse sin la presencia de Seth Belasco, el nieto preferido de Alma, quien se propuso derribar las barreras entre ellas. Seth conoció a Irina Bazili al poco tiempo de que su abuela se instalara en Lark House y la joven lo atrapó de inmediato, aunque no habrí a podido decir por qué. A pesar de su nombre, no se parecí a a esas bellezas de Europa del Este que en la ú ltima dé cada habí an tomado por asalto los clubes masculinos y agencias de modelos: nada de huesos de jirafa, pó mulos de mongol ni languidez de odalisca; a Irina podí an confundirla desde lejos con un chiquillo desaliñ ado. Era tan transparente y tal su tendencia a la invisibilidad, que se requerí a mucha atenció n para notarla. Su ropa holgada y su gorro de lana metido hasta las cejas no contribuí an a destacarla. A Seth lo sedujo el misterio de su inteligencia, su rostro de duende en forma de corazó n, con un hoyuelo profundo en la barbilla, sus ojos verdosos asustadizos, su cuello delgado, que acentuaba su aire de vulnerabilidad y su piel tan blanca, que refulgí a en la oscuridad. Incluso sus manos infantiles de uñ as mordidas lo conmoví an. Sentí a un deseo desconocido de protegerla y colmarla de atenciones, un sentimiento nuevo e inquietante. Irina usaba tantas capas sobrepuestas de ropa, que resultaba imposible juzgar el resto de su persona, pero meses má s tarde, cuando el verano la obligó a desprenderse de los chalecos que la ocultaban, resultó ser bien proporcionada y atractiva, dentro de su estilo desaliñ ado. El gorro de lana fue reemplazado por pañ uelos de gitana, que no le cubrí an el pelo por completo, por lo que algunas mechas crespas de un rubio casi albino le enmarcaban la cara.

Al principio su abuela fue el ú nico ví nculo que Seth pudo establecer con la muchacha, ya que no le sirvió ninguno de sus mé todos habituales, pero despué s descubrió el poder irresistible de la escritura. Le contó que con ayuda de su abuela estaba recreando un siglo y medio de la historia de los Belasco y de San Francisco, desde su fundació n hasta el presente. Habí a tenido ese noveló n en la mente desde los quince añ os, un ruidoso torrente de imá genes, ané cdotas, ideas, palabras y má s palabras que si no lograba volcar en el papel, lo ahogarí a. La descripció n era exagerada; el torrente era apenas un arroyo ané mico, pero captó la imaginació n de Irina de tal manera que a Seth no le quedó otra alternativa que ponerse a escribir. Aparte de visitar a su abuela, quien contribuí a con la tradició n oral, empezó a documentarse en libros y en internet, así como a coleccionar fotografí as y cartas escritas en diferentes é pocas. Se ganó la admiració n de Irina, pero no la de Alma, quien lo acusaba de ser grandioso en ideas y desordenado en há bitos, combinació n fatal para un escritor. Si Seth se hubiera dado tiempo para reflexionar, habrí a admitido que su abuela y la novela eran pretextos para ver a Irina, esa criatura arrancada de un cuento nó rdico y aparecida donde menos se podí a esperar: en una residencia geriá trica; pero por mucho que hubiera reflexionado, no habrí a logrado explicar la llamada irresistible que ella ejercí a sobre é l, con sus huesitos de hué rfana y su palidez de tí sica, lo opuesto a su ideal femenino. Le gustaban las chicas saludables, alegres, bronceadas y sin complicaciones, de esas que abundaban en California y en su pasado. Irina no parecí a notar el efecto que ejercí a sobre é l y lo trataba con la simpatí a distraí da que normalmente se reserva para las mascotas ajenas. Esa gentil indiferencia de Irina, que en otros tiempos hubiera interpretado como un desafí o, lo paralizaba en una condició n de timidez perpetua.

La abuela se dedicó a escarbar entre sus reminiscencias para ayudar al nieto con el libro que, segú n su propia confesió n, llevaba una dé cada comenzando y abandonando. Era un proyecto ambicioso y nadie mejor cualificado para ayudarlo que Alma, quien disponí a de tiempo y todaví a no experimentaba sí ntomas de demencia senil. Alma iba con Irina a la residencia de los Belasco en Sea Cliff a revisar sus cajas, que nadie habí a tocado desde su partida. Su antigua habitació n permanecí a cerrada, só lo entraban en ella para limpiar. Alma habí a distribuido casi todas sus posesiones: a su nuera y a su nieta, las joyas, menos una pulsera de brillantes que tení a reservada para la futura esposa de Seth; a hospitales y escuelas, los libros; a obras de caridad, la ropa y las pieles, que nadie se atreví a a usar en California por temor a los defensores de los animales, los cuales en un arrebato podí an atacar a cuchilladas; otras cosas se las dio a quienes las quisieran, pero se reservó lo ú nico que le importaba: cartas, diarios de vida, recortes de prensa, documentos y fotografí as. «Debo organizar este material, Irina, no quiero que cuando sea anciana alguien meta mano en mi intimidad». Al principio trató de hacerlo sola, pero a medida que le tomó confianza a Irina, empezó a delegar en ella. La muchacha acabó hacié ndose cargo de todo menos de las cartas en sobres amarillos que llegaban de vez en cuando y que Alma hací a desaparecer de inmediato. Tení a instrucciones de no tocarlas.

A su nieto le entregaba sus recuerdos uno a uno, con avaricia, para mantenerlo enganchado el mayor tiempo posible, porque temí a que si se aburrí a de revolotear en torno a Irina, el tan mentado manuscrito volverí a a un cajó n olvidado y ella verí a al joven mucho menos. La presencia de Irina era indispensable en las reuniones con Seth, porque, si no, é l se distraí a esperá ndola. Alma se reí a entre dientes al pensar en la reacció n de la familia si Seth, el delfí n de los Belasco, se emparejara con una inmigrante que sobreviví a cuidando viejos y bañ ando perros. A ella esa posibilidad no le parecí a mal, porque Irina era má s lista que la mayorí a de las atlé ticas novias temporales de Seth; pero era una gema en bruto, faltaba pulirla. Se propuso proporcionarle un barniz de cultura, llevarla a conciertos y museos, darle a leer libros para adultos en vez de esos novelones absurdos de mundos fantá sticos y criaturas sobrenaturales que tanto le gustaban, y enseñ arle modales, como el uso apropiado de los cubiertos en la mesa. Cosas que Irina no habí a recibido de sus rú sticos abuelos en Moldavia ni de su madre alcohó lica en Texas, pero era avispada y agradecida. Iba a ser fá cil refinarla y serí a una forma sutil de pagarle por atraer a Seth a Lark House.

 







© 2023 :: MyLektsii.ru :: Мои Лекции
Все материалы представленные на сайте исключительно с целью ознакомления читателями и не преследуют коммерческих целей или нарушение авторских прав.
Копирование текстов разрешено только с указанием индексируемой ссылки на источник.